Además de las referencias al crimen de Dalmasso, Cartas marcadas (Editorial Mil Botellas) y La maldición de Salsipuedes (Ediciones B) tienen otros puntos de contacto. Ragendorfer aparece como personaje en la novela de Malharro, donde es uno de los contactos de Mariani, el protagonista. Ambos autores cuentan con una notoria experiencia como periodistas: Malharro trabajó en diversos medios y agencias, escribió una Historia del periodismo de denuncia y de investigación en la Argentina y fue docente en la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata. “El policial negro nace en Argentina con Operación Masacre”, dijo en una entrevista, en relación al libro de Rodolfo Walsh que cierra el auge del relato de enigma en la narrativa argentina. Ragendorfer se adscribe en la misma línea: uno de sus libros de investigación, La secta del gatillo, retoma la expresión acuñada por Walsh en una serie de notas producidas en la década de 1960; a partir de su primer libro, La Bonaerense, reactualizó una figura prototípica de largo aliento, la del periodista que compite con la investigación estatal y se convierte en personaje de su propio relato, como lo encarnaron Walsh y otros cronistas a principios del siglo XX, con el desarrollo del género de la crónica policial.
Mariani llega al caso por derivación de un policía amigo, que se lo pasa como un rebusque para hacer algo de plata. El detective es honesto y se toma su trabajo en serio, con lo cual pronto comienzan las complicaciones; más allá de sus características personales, la investigación desata una especie de fatalidad de la que ningún personaje sale ileso y en la que el protagonista, en particular, peca de ingenuo al confiar en las buenas intenciones de su cliente.
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Una marcha en Río Cuarto en 2007 pidiendo en 2007 pidiendo liberar al pintor Gastón Zárate.
El enigma por excelencia
La maldición de Salsipuedes tiene como protagonista a Urtaín, un policía exonerado de la Federal después que se suicidara un detenido. En desgracia, sobrevive con pesquisas para compañías de seguros y es contratado por un abogado para hacer “una investigación paralela” a la oficial sobre el crimen de Sara Palma de Materazzi, asesinada en un barrio cerrado de Salsipuedes, provincia de Córdoba, mientras su marido participaba en un torneo de paddle en Colonia, Uruguay.
Los pormenores sobre la escena del crimen y la intervención policial, la relación de la víctima con su esposo, el tema de las amigas y la última cena compartida, los contactos políticos y los amantes ocultos son otros datos que conectan a la novela con la crónica. “Elegí el caso por dos razones —dice Ragendorfer—. Una, porque periodísticamente no lo había trabajado y eso me ofrecía un distanciamiento lo suficientemente eficaz puesto que de otra forma mi apego a los detalles de la cobertura hubiesen malogrado el viaje a través de una ficción. Por otro lado el caso no está esclarecido; a diez años no se sabe no solo quiénes fueron los autores sino cómo ocurrieron los hechos. Eso me ofrecía la posibilidad de inventar una historia y que resultara verosímil”.
Sin embargo, lo que cuenta en estas novelas no es el grado de veracidad con que aparecen los hechos de la crónica policial —y mucho menos un eventual contenido de denuncia, en el sentido periodístico— sino el modo en que funcionan en la ficción y en que retornan, como una especie de boomerang, sobre el contexto del que provienen. En La maldición de Salsipuedes hay un personaje, el comisario Soterrone, que representa al poder de policía que frustró la investigación. La ficción procede desde un registro que puede ser un lugar común hacia una percepción nueva que permite examinar en detalle lo que el estereotipo invisibiliza, y de paso la propia construcción. “Esto no es una novela -le advierte Soterrone a Urtaín, cuando se cruzan por primera vez-. En el mundo real, los detectives privados no existen”. El diálogo resuena en un plano más amplio: una de las dificultades básicas del género policial en la Argentina, según suele decirse, es cómo plantear una figura de investigador y un argumento cuya resolución resulte verosímil en el marco de la historia criminal de un país que está signado por la impunidad y donde instituciones como la policía y la justicia inspiran muchos sentimientos, menos confianza. Poco después escribe Ragendorfer: “El comisario había dado en el clavo: los héroes de la literatura no están atados a ciertos contratiempos de la vida real”; esos contratiempos son los que debe sortear Urtain ya en acción y son los que contribuyen a definir el personaje que demanda la novela, un personaje sin estereotipos. Y un poco más adelante insiste: “Al comisario le asistía la razón: todo investigador de un crimen requiere de una cuota de poder; el tipo de poder que solo pueden conceder las franquicias propias de la función policial: legitimidad y medios para hacer allanamientos, decomisos, pinchaduras telefónicas y arrestos. Ni más ni menos que las llaves de acceso al pasado, presente y futuro de sospechosos y testigos”.
El caso Dalmasso, como ha sido narrado a través de la crónica, asocia el policial de enigma con el género negro. No tanto porque los relatos periodísticos se preocupen por la narración de las historias sino porque las perspectivas y la interpretación del mundo que configura el policial exceden el campo estrictamente literario. Y es esta percepción la que sostiene las novelas de Malharro y Ragendorfer: la de una muerte que evoca al crimen en el cuarto cerrado, el enigma por excelencia del género policial desde Edgar Allan Poe a Stieg Larsson (en el caso de Malharro con un giro pintoresco: es el crimen en el cuarto de un albergue transitorio del que nadie pudo salir sin ser visto) y por otro sugiere o entredice la responsabilidad de un poder que se oculta y apenas se insinúa en las vinculaciones del entorno de la víctima. Lo que en la crónica no se puede afirmar en la ficción de Cartas marcadas se dice sin vueltas: “Este es un crimen del poder”.
El poder está también detrás de lo que sucede en La maldición de Salsipuedes. Es el poder económico que se constituyó a partir del terrorismo de Estado y cuyas últimas manifestaciones son las sociedades fantasmas y los paraísos fiscales, tal como aparecen también en Cartas marcadas. La pesquisa de Urtaín encuentra su eje en la apropiación de bienes de desaparecidos, su reinserción en la economía legal y el lavado del dinero espurio. En ese plano, oculta por un pacto de silencio, surge la verdad del crimen de Salsipuedes y los motivos concretos de lo que en la superficie de la sociedad aparece como la muerte de una mujer a manos de un amante en el desenlace de un juego sexual. En este punto la ficción ya está muy lejos de la crónica, pero probablemente permite comprender mejor lo que se publica a diario.
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Ragendorfer, autor de La maldición de Salsipuedes. Malharro escribió Cartas marcadas.
En Cartas marcadas el movimiento es más sinuoso y no está desprovisto de cierto humor negro sobre la figura del propio detective. Borges decía que la narrativa policial creó un nuevo tipo de lector, un lector que desconfía de lo que le dicen, que está al acecho del engaño y las trampas del narrador. Mariani responde a esa lógica: cuando le dicen que la mujer fue asesinada por su marido, no lo descarta, como buen investigador, pero indaga en otras direcciones; y menos aún cree que el móvil haya sido el deseo de la víctima de divorciarse. En esos datos, irónicamente, se encuentran las claves del episodio. Lo que falta es aquello que explica el móvil y justifica al asesino, y que al manifestarse, de manera parcial, fragmentaria, contradictoria, según el ritmo de la investigación, llevan al detective por distintos caminos que sucesivamente lo aproximan y lo alejan de la historia cuyo emergente ha sido el crimen. El enigma apunta en otra dirección: un grupo económico que compró tierras con créditos irregulares de la provincia de Buenos Aires y lavó dinero a través de empresas offshore radicadas en Panamá. Mariani se acerca como ningún otro a la verdad, y por eso tendrá que pagar el precio de verse engañado, utilizado en una disputa de intereses que lo excede. En Cartas marcadas, los criminales permanecen en libertad y disfrutan sus beneficios; los que persiguen la verdad terminan castigados.
Más allá de la crónica, la ficción proporciona no solo otras formas de narrar sino también de comprender al delito. Ambos efectos funcionan como piezas ensambladas de un solo mecanismo: las formas de narrar son las que posibilitan la comprensión de los hechos, ya no tanto en el sentido de construir un orden, como decía Borges del policial de enigma, sino más bien para desarticularlo y poner a la vista su funcionamiento y sus partes: el modo, por ejemplo, en que los casos y los personajes del delito común ocultan, en las secciones policiales, los casos y los personajes de otro tipo de delincuencia, mucho más peligrosa y determinante, como son los crímenes del poder económico. En ese movimiento, el periodismo escribe el borrador de la ficción.
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Alvaro Abós publicó La búsqueda del tesoro, su última novela.
Foto: Damián Neustadt / archivo La Capital
La fascinación de lo imprevisible
Albaro Abós medita sobre tensiones entre realidad y ficción a propósito de su última novela, basada en el legendario robo a una joyería.
La historia, la crónica y la ficción se cruzan una y otra vez en la obra de Álvaro Abós (Buenos Aires, 1941). En La búsqueda del tesoro, su última novela, reabre el caso de un legendario robo al Trust Joyero Relojero, cometido el 17 de octubre de 1949, en momentos en que Juan Domingo Perón hablaba ante una multitud en la Plaza de Mayo; en Luna amarilla y otros cuentos negros, a la vez, retoma desde la literatura las historias de Marta Stutz, Adolf Eichmann, Lourdes Di Natale y otros protagonistas de crónicas policiales.
El robo al Trust Joyero, según la reconstrucción que propone Abós desde la ficción, se descubrió dos días después y la noticia no ocupó más que un suelto breve en los diarios, que dedicaban sus portadas a la concentración popular en Plaza de Mayo. Fue “una joya en la historia del crimen y el mayor fracaso de los sabuesos de la policía y del seguro”, porque el botín nunca se encontró. Y ese es el misterio que se proponen resolver un abogado, un periodista veterano y otro que se inicia una noche en un boliche de Callao al 200. La crónica roja, dice Abós, “fascina porque es imprevisible”; los políticos, los militantes, “todos aquellos que esperan una recompensa de la historia desprecian la noticia policial porque eclipsa, como un lapsus, lo que ellos consideran lo importante” e inscribe el azar, “presente puro”.
—¿Qué debe tener un hecho de la crónica para que te interese como tema de ficción?
—Debe despertar mi necesidad de narrar. Ese efecto a veces lo provoca un recuerdo, una emoción, una escena entrevista en la calle. También una noticia en la sección policial de un diario. Un día, Flaubert leyó un recuadro en el diario local: una mujer casada se había envenenado en Rouen. A partir de ese breve, imaginó Madame Bovary.
—En La búsqueda del tesoro hay una contraposición entre la gran Historia y la historia menuda, las noticias de primera plana y los sueltos de las páginas interiores. “Perdida en toda gran noticia, hay otra”, se dice. ¿La ficción también implica una investigación de lo histórico?
—Sí, en mi caso. Por ejemplo: ¿qué sucedía durante el velorio de Evita? Como fondo histórico, ese hecho ya fue usado, entre otros, por Borges en “El simulacro” y por David Viñas en “La señora muerta”. Investigando para otro libro, descubrí que durante ese largo velorio Adolf Eichmann viajó en tren desde Tucumán hasta Buenos Aires. Entonces escribí mi cuento “El viaje del señor Klement”. Me estimulan como narrador los pliegos y recovecos oscuros que suele presentar la historia.
—¿Qué agrega la ficción al hecho registrado por la crónica? En un relato de Luna amarilla, se dice que el misterio de la crónica policial “es un desafío a lo razonable” y “rompe la estela de lo inteligible”. ¿La ficción se instala en ese punto para dotar de sentido al relato de la crónica?
—Esas frases aluden al hecho de que el crimen es una anomalía para las personas que habitamos el mundo. El criminal es, al mismo tiempo que un hombre o una mujer cualquiera, un monstruo, en el sentido de alguien “distinto”. Que la ficción dote de sentido a la crónica sería menospreciar la crónica que puede bastarse solita para tal menester. Lo que sí puede hacer la literatura es enriquecer la crónica mediante recursos como el suspenso, la progresión, la estructura y desde luego el elemento que tienen en común literatura y crónica: la escritura. Gabriel García Márquez no se cansaba de repetírselo a sus alumnos de periodismo: “aprendan a investigar pero también lean mucha literatura”.
—El límite de la crónica es la ficción. ¿La literatura tiene alguna obligación respecto a los hechos?
—La literatura o el arte en general no debería tener límites. Literatura y moral son campos distintos. Algunos de los cuentos que reuní en Luna amarilla y otros cuentos negros provienen de mis crónicas periodísticas sobre antiguos crímenes. Las desarmé y volví a armarlas para que funcionaran como cuentos. Estaba decidido a “traicionar” la crónica con tal de lograr un buen cuento. Sin embargo, al terminar la tarea, descubrí que había fracasado como “traidor”. Mi capacidad de invención no necesitó transgredir los límites de lo real, tan grandes son éstos.