Cuando Theodor W. Adorno (1903-1969) y Gershom Scholem (1897-1982) inician, en el turbulento año 1939, su denso diálogo epistolar, el objeto excluyente del intercambio no es otro que Walter Benjamin (1892-1940).
Cuando Theodor W. Adorno (1903-1969) y Gershom Scholem (1897-1982) inician, en el turbulento año 1939, su denso diálogo epistolar, el objeto excluyente del intercambio no es otro que Walter Benjamin (1892-1940).
Para ambos jóvenes filósofos, el autor del Libro de los pasajes —quien aún estaba muy lejos de obtener el impactante y unánime reconocimiento que se le tributa en el presente— constituía no sólo un amigo y colega admirado hasta la saciedad, sino un motivo de preocupación concreta y permanente.
Cuando la primera carta cruza el océano Scholem ya estaba en su patria de elección, Palestina. Adorno, en la seguridad y comodidad de los Estados Unidos. Benjamin, en cambio, aún se hallaba en Europa, acosado —en su doble condición de judío e izquierdista— por el creciente poderío nazi.
Su final sería tan dramático como prematuro. Mientras intentaba huir desde Francia a España para, desde allí, cruzar el océano Atlántico, y tras agobiantes jornadas de caminata por ásperos parajes montañeses, la negativa inicial de los custodios fronterizos a permitirle el paso desembocó en una trágica decisión: antes de dormirse, el 26 de septiembre de 1940, Benjamin ingirió una letal dosis de morfina. Fue enterrado en el cementerio de la localidad de Port Bou y en 1945 sus restos fueron a parar a la fosa común, pues nadie pagaba las tasas de su tumba.
Mano a mano
En Correspondencia 1939-69, reciente y magníficamente editado por Eterna Cadencia, se despliega una conversación tan rica como conmovedora entre dos de los mayores pensadores del siglo veinte.
Proveniente de esa legendaria matriz ideológica que fue la Escuela de Frankfurt, Adorno se proyectó desde el marxismo para producir una obra tan compleja como monumental, en la cual se destacan títulos cruciales como Dialéctica de la Ilustración (junto a Max Horkheimer), Minima Moralia o Teoría estética (que dejó inconclusa al morir y fue publicada póstumamente). Su pasión por la música culta de Occidente (la habitualmente llamada "música clásica") fue el punto de partida de una serie de ensayos tan jugosos como polémicos, que aunque generen profundo disenso no deberían ser ignorados por ningún melómano que se precie.
Gershom Scholem provenía de otra raíz, y sus búsquedas fueron otras: debe considerárselo, sin vacilaciones, el más importante de los exploradores modernos del pensamiento judío. Su rigurosa y honda pluma legó obras perdurables, como la célebre La Cábala y su simbolismo, que tiene múltiples ediciones en castellano.
Entre ambos, unidos por la común devoción a Benjamin, se estructurará un ida y vuelta dialéctico que apasionará a todo aquel que se interese por la filosofía contemporánea.
El punto de partida de este encuentro, decíamos, era la profunda preocupación por el amigo común. Una vez producido el desenlace fatal, la obsesión no sólo no cederá sino que se se trasladará, en un constante crescendo, a la búsqueda exhaustiva y edición rigurosa de los textos de Benjamin. Por momentos, el nivel de perfección perseguido por ambos en su trabajo puede llegar a despertar en el lector una empática y piadosa sonrisa. Fue, sin dudas, gracias a su ingente esfuerzo compartido que la obra de Benjamin llegará a ser conocida en todo el planeta.
Entre párrafo y párrafo benjaminianos comienzan a colarse, sin embargo, otras coincidencias. El racionalista extremo que es Adorno, cuyas ideas se enraízan en Kant y Hegel, se ve en ocasiones sacudido por la fe primaria de Scholem, pese a que —como él mismo lo confiesa— "por motivos filosóficos no puedo creer en «experiencias originarias», y no puedo imaginarme la vida de la verdad de una manera que no sea mediada".
Pero la angustia por la muerte del gran amigo y referente intelectual reaparece dando duros coletazos. "No puede haber dudas de que si Walter hubiera aguantado tan sólo doce horas más habría sido salvado", se lamenta Adorno, y concluye: "Es como si hubiera sido sustraído el único garante de la esperanza". Para él, vale recordarlo, la filosofía de Benjamin constituía, en el fondo, nada menos que una "promesa de felicidad". Agua en el páramo.
La charla continúa mientras la vida pasa. Ambos amigos comienzan a distenderse en el transcurso de ese largo diálogo y si bien las confesiones distan de abundar, las vidas personales se cuelan imprevistamente entre los argumentos, las polémicas y las ideas. "Disfruto de este invierno templado en Jerusalén, en mi habitación llena de libros", dice Scholem y el lector no puede menos que sentir ternura.
Se reúnen habitualmente en las vacaciones de ambos y el lugar elegido suele ser la localidad alpina de Sils Maria, cargada de evocaciones nietzscheanas. Sin embargo, lejos están tanto Adorno como Scholem de la vida bohemia: son dos rigurosos académicos, marcados a fondo por la impronta universitaria. Sus esposas –fieles compañeras ambas– comparten la cálida relación que se ha gestado entre ellos.
De pronto surgen detalles íntimos y también irrumpen, filosos, los rencores y las descalificaciones. Implacable, Adorno lapida nada menos que a Hannah Arendt: trata a la autora de Los orígenes del totalitarismo, La condición humana y Eichmann en Jerusalén de "vieja chismosa". Nunca le perdonó su vínculo con Martin Heidegger, objeto predilecto de sus andanadas argumentales.
Y entonces de nuevo Benjamin, siempre Benjamin, hasta el final Benjamin. Con extrema lucidez, Scholem en su momento había amonestado a su amigo muerto: "A ti te pone en peligro tu anhelo de comunidad". El reproche no era otro que la que consideraba equivocada profesión de fe revolucionaria. Y cuando Arendt –audazmente– aseguró que Benjamin no era un filósofo, sino un crítico, Scholem reflexionó: "Tiene el vicio por la originalidad". Un modo elegante de devolver el golpe.
En tanto, Adorno llegaba a las cumbres de su pensamiento en la Dialéctica negativa, donde observaba rasgos epocales que parecen haberse profundizado en el ahora: "...las acciones espontáneas, que se han vuelto imposibles". O: "...nada, ni lo más sagrado ni lo más privado, está a salvo del trueque" (¡!).
Tal hondura reflexiva ya no se encuentra. Gigantes como Adorno y Scholem, bajo la sombra tutelar del amado Benjamin, construyen cada uno a su manera epifanías filosóficas que no son fácilmente reproducibles, sobre todo en este presente huérfano de legitimidad y pasión. Por esa y otras razones este libro, retrato de una aventura intelectual única y de una amistad sin desmayos, posee tanto valor y corresponde agradecer su publicación en la Argentina.