Era la noche de Año Nuevo. Yo estaba sentado en el patio del balneario del hotel Ostende. Debían ser las dos o tres de la mañana. Estaba borracho, por supuesto.
Era la noche de Año Nuevo. Yo estaba sentado en el patio del balneario del hotel Ostende. Debían ser las dos o tres de la mañana. Estaba borracho, por supuesto.
El hotel había organizado un festejo para sus inquilinos. Champán libre.
De pronto se me sentó al lado un hombre mayor. Nos pusimos a charlar y resultó ser Abraham, el dueño.
Creo que todo empezó porque yo elogié la biblioteca del hotel y le dije que me había sorprendido que tuvieran un libro en especial, un libro que no sólo era imposible de conseguir, sino que el escritor era muy poco conocido en Argentina. El libro era El hijo del hijo pródigo, de Soma Morgenstern, que fue amigo y biógrafo de Joseph Roth.
Me acuerdo de que charlamos un rato largo, hablamos de literatura, creo que le hablé de Roth, le debo haber dicho, seguro, que es uno de los mejores escritores del siglo XX.
No sé cómo llegamos ahí, pero en un momento yo dije:
—Hay que elegir muy bien el libro que se lee, porque no hay tiempo para leer todo. Haga el cálculo —lo debo haber mirado—: si uno lee un libro por semana, son cincuenta al año. Y si uno lee desde los veinte hasta los ochenta, son sesenta años, y cincuenta por sesenta nos da tres mil. No son tantos libros.
Abraham sonrió. Era un hombre enorme, con una presencia abrumadora. Parecía un viejo patriarca, tenía aquella serena satisfacción de haber hecho algo importante en la vida y saberlo.
—La misma cantidad de polvos— me dijo.
—¿Perdón?
—Que es la misma cantidad de polvos que uno se puede echar en la vida —dijo—. La cuenta es más o menos la misma. Si querés, aquellos polvos de la adolescencia y la juventud se los podés restar a la vejez y ya está. Es más o menos el mismo número.
Nos reímos, hice o hizo algún chiste, seguro.
No recuerdo cómo terminó la charla. Creo que me levanté a buscar champán y cuando volví él ya no estaba más.
Bajé a la playa y me senté en la arena.
Estaba fascinado con la idea de un libro, un polvo.
Hay libros maravillosos, pensaba, y otros no tanto, algunos de los cuales uno esperaba otra cosa, y otros por los que no dabas dos pesos y que te terminan sorprendiendo, igual que los polvos. Libros y polvos hermosos, dulces, tiernos, para acariciar mucho, que embriagan con su aroma y que no podés soltar por nada del mundo. Libros y polvos también feroces, violentos, que salvan vidas, o que te destrozan, y que nunca vas a olvidar, libros y polvos que te transfiguran, que no podés creer, y que en ese momento son todo.
Yo estaba ahí, tenía los pies desnudos sobre la arena húmeda. Enumeraba adjetivos en mi cabeza como si fuera posible hablar de la intensidad de una sensación o definir con precisión las formas a través de las cuales se manifiesta el amor.
Después me levanté y volví al hotel. No podía más.
Al final todo se trata siempre del amor.
Todo. Siempre.
PATRICIO RAGO / EScritor y librero