"Algunos ya murieron. Además la cultura en general pasó a tener otras prioridades con el transcurso de los años, y cambió también el interés de los lectores", cuenta.
El librero es profesor de bellas artes. Quiso ser bancario, pero la crisis del sector financiero en el Uruguay de mediados de los sesenta lo desalentó, ya no tendría su casita en la playa ni el auto a partir de ese trabajo de camisa y corbata. Así , a los 17 años optó por un trabajo de otro tipo en la antigua librería Linardi y Risso, y a los 24 quedó a cargo del local. Cuando tuvo las estanterías a su mando les tomó el gusto a los libros y decidió instalar su propia librería. A la par, estudiaba bellas artes y conoció en esas aulas lo que cree lo más importante en sus setenta años de vida: las teorías educativas del escritor y esteticista inglés Herbert Read y a Livia, su mujer desde hace 44 años, que ahora se desliza entre los libros con un sutil silencio y un cuerpo de junco que recuerda a Geraldine Chaplin.
—Ella trabajaba en una cooperativa y al principio con su sueldo de empleada de aquellos años bancaba la librería, fue la principal financista en esos años— cuenta Cataldo.
Así se instaló El Galeón, que no contaba con más de 200 libros. Ahora en los grandes depósitos y sótanos hay unos 100 mil volúmenes.
La librería estuvo varios años en la calle Juan Carlos Gómez y luego se mudó al nuevo local, en la plaza Independencia, donde entre 1952 y 1961 funcionó el cine de variedades Los Ángeles. La mudanza implicó trasladar los libros en 25 viajes de camión. Si los hubiera puesto en un avión hubieran ocupado un Airbus 300 completo, 125 toneladas.
Eso es lo que actualmente tiene exhibido y guardado. Pero una parte de la librería quedó en el viejo local y Cataldo se deshizo así de 15 toneladas de libros que vendió a un papelero. Un peso uruguayo por cada kilo de papel.
El local actual, como él lo llama, semeja el laberinto de Escher: escaleras que suben y bajan, paredes que se devoran a sí mismas, escondrijos, luces ocultas y libros, libros, muchos libros. Cataldo cuenta que cuando compra una biblioteca no sabe en realidad qué compra.
—Los ves y ya sabés que los libros de viajes son importantes, también las primeras ediciones, Borges, Rulfo, Quiroga. Igual, por ejemplo, en una biblioteca con cuatro mil libros, ponele, de esos sabés que hay quinientos que vas a vender; de esos cincuenta son importantes y los demás te lleva una eternidad venderlos—.
La Asociación de Libreros Anticuarios de la Argentina registra 38 librerías de ese tipo en Buenos Aires y a fines de 2014, según un estudio del World Cities Culture Forum, la Capital Federal ocupaba el primer lugar en el mundo de librerías comerciales: son 467 y se desparraman por los barrios. El de San Nicolás, en el microcentro, cuenta con 121, en Recoleta hay 57 y Balvanera tiene 46.
En Rosario hay escasas librerías de anticuario. Una es la inmensa librería de Armando Vites, los otros, los pocos que comercializan, le consultan, le compran y cuando tienen la suerte de encontrar algo inusual le preguntan si vale el trabajo de la inversión y la futura y errática venta del ejemplar.
Pero hay otras librerías, las que venden usados pero no son anticuarias. Casi todas están en el micro y macrocentro y al menos tres son archiconocidas en la zona norte y la zona sur de Rosario.
Libros extraños, fascículos, ediciones especiales, revistas, historietas y otras misceláneas se confabulan en el encuentro organizado por el Centro Cultural Roberto Fontanarrosa y la Asociación de Librerías de Viejo de Rosario, allí se reúnen los libreros de Amauta, El Lugar, La Pluma Libros,El Caburé, Argonautas, Armando Vites Anticuario, Urquiza y Santiago, Antigüedades Deportivas, El Pez Volador —que tiene cuatro sucursales— y a estos libreros ya instalados se suman distintos vendedores que tienen sus librerías virtuales en la red.
Montevideo tiene, al igual que la calle Corrientes de Buenos Aires, su corredor de librerías. Son incontables las de la calle Tristán Narvaja, donde los fines de semana se abre la feria más típica de la ciudad. Comienza en la calle Universidad cuando es cortada por la avenida 18 de Julio y una particularidad de esos días es que las mesas con libros invaden todo el espacio. Allí, durante años, Cataldo tuvo un local los domingos por la tarde en el que conoció a gente “increíble y maravillosa”.
Así enumera a José María Armero, un diplomático español fundamental en la transición democrática posfranquista, a los ex presidentes uruguayos Julio María Sanguinetti y Jorge Batlle, y a un sinnúmero de intelectuales argentinos y uruguayos.
—De mi librería salieron regalos comprados por los presidentes uruguayos para sus pares de Brasil Henrique Cardoso, de Estados Unidos Bill Clinton y también para estadistas como Valéry Giscard d´Estaing, Fidel Castro o Jacques Chirac. A Clinton le llevaron de la librería una colección de fotografías de Matthew Brady, el fotógrafo de Abraham Lincoln.
Por los estantes pasaron libros incunables (así se denomina a los impresos antes de 1500). A algunos los vendió y a otros los atesora, pero sabe que los terminará ofreciendo al mejor precio.
—Tuve una biblioteca importantísima, la de Antonio Grompone, un intelectual masón que llegó a ostentar el grado 33 de la orden. Cuando murió sus hijos vendieron su biblioteca y yo compré unos 1.200 volúmenes. De esos, varios incunables, vendimos una parte en 120 mil dólares.
Los incunables que aún esperan ser vendidos tiene fechas remotas en su interior: 1502, 1505, 1520.
—Del siglo XVI tenemos unos 40 volúmenes—, cuenta Cataldo.
Una de las historias de la Argentina también tuvo su capítulo en los pasillos de El Galeón. En los años finales de la década del 80, el ex líder de Montoneros Mario Eduardo Firmenich estaba preso en Buenos Aires y desde la prisión llevó adelante la agrupación Peronismo Revolucionario. En 1990 y con los indultos de Carlos Menem obtuvo la libertad, para luego autoexiliarse en Barcelona, donde aún vive.
En ese tiempo, como en otros, Montevideo fue puerto de refugiados. Dos de ellos, los militantes de la ex conducción nacional de Montoneros Roberto Perdía y Fernando Vaca Narvaja, llegaron a la librería en compañía de Pablo Unamuno, dirigente del Peronismo Revolucionario. Entre charlas y anécdotas, uno de ellos pidió un libro.
—¿Tenés el Memorial de Santa Elena?—, preguntaron y Roberto lo tenía.
—Les vendí una edición de 1840, en español, la pagaron en cuotas y como yo era muy amigo del padre de Pablo, Miguel Unamuno, ya no recuerdo cómo quedó esa operación. Sí recuerdo lo que me dijeron cuando les pregunté para qué lo querían —y repite la frase, la recuerda como fue dicha: “Es para un amigo que está en cana en Buenos Aires”.