La casona de calle Balcarce 681 ya no es lo que era. Su estilo antiguo, sus dos ventanales mirando a la calle, los pisos de parqué, el pequeño patio donde se levantaba un árbol, rodeado de cemento y smog, el piano, disimulado entre los muebles viejos... Ya no están más las marcas del tiempo en las paredes, con mensajes de amor y solidaridad al ocupante que aparecieron después del horror que se desató en el interior de esa casa chorizo.
"Me crié en un ambiente de órdenes, de ghettos, de catecismos, escuelas, familias. Era un monje en la abadía. Cumplir horarios y las pelotas. Llegó un punto en que quise romper eso".
Como si se tratara de una fatalidad histórica, que desaconseja todo intento por preservar el patrimonio arquitectónico de una ciudad, la casa de calle Balcarce donde creció Fito Páez —como el conventillo donde nació el Negro Olmedo en Pichincha— ha sido sepultada por la ciudad del progreso.
Conocí a Fito en el bar Saudades (que estaba en Santa Fe y Entre Ríos). Y por él, su casa de calle Balcarce. No me acuerdo por qué, pero una tarde toqué timbre en la puerta y me atendió su abuela Delia. Pregunté por el muchacho y le mujer hizo un gesto de cortesía. "Pase, ya viene", indicó. Me quedé esperando en el pequeño zaguán hasta que llegó otra mujer y me saludó. Era Pepa, la tía abuela, las dos mujeres que lo criaron después de la muerte de su mamá, a los ocho meses.
—Hola, Negro —me dijo el muchacho antes de señalarme el camino.
De esa casa recuerdo una pequeña cocina, un living grande y una de sus habitaciones. Y un jardín, casi oculto, justo donde los edificios tapan el cielo.
Me mostró el piano de su madre, un piano vertical., amagó algunos acordes y sacó un manojo de papeles del cajón de la cómoda. No se lo pregunté pero supongo que serían bocetos de letras de canciones futuras. Ese día —todos los días— tenía ensayo.
La segunda vez que entré a la casa antigua fue de madrugada. Las mujeres dormían y Fito se internó en busca del piano Yamaha, eléctrico, negro y de patas doradas, flamante y misteriosa compra de su padre.
Que jamás llegó a decirle cómo había hecho para obtener un teclado de esas características cuando el dinero faltaba en el hogar. Me pidió que lo ayudara a mudarlo a metros de allí. Me rogó que fuera prudente. Era demasiado tarde para despertar con torpes ruidos a la familia. Lo sacamos con cuidado y recorrimos dos cuadras a pie. Hasta llegar al edificio de departamentos de Santa Fe casi Oroño.
Adentro esperaban un primo —que vivía con él desde hacía poco tiempo— y el Zappo Aguilera, ex baterista de la primera banda de Juan Baglietto. El departamento estaba vacío. Armó el piano en el living y se puso a cantar una canción que algunos años después cantaría Silvina Garré en su disco La mañana siguiente. Cantaba: "No tenés banderas ni religión,/ sos la calle".
"Me crié en un ambiente de órdenes, de ghettos, de catecismos, escuelas, familias. Era un monje en la abadía. Cumplir horarios y las pelotas. Llegó un punto en que quise romper eso".
Pero también entraron a esa casa los hermanos. Fue el 6 de noviembre de 1986. Las abuelas fueron gentiles con ellos porque eran chicos del barrio, conocidos de Fito —por entonces en Río de Janeiro—, que frecuentaban el lugar desde aquella primera vez que realizaron trabajos de mantenimiento. Pero la muerte llegó un día y arrasó con todo, todo, todo, todo un vendaval y fue un fuerte vendaval. Ríos de sangre rumbo a la desembocadura fúnebre. Un olor penetrante invadiendo las habitaciones. CasaTumbas. La ambigüedad del panteón, los que quedaron en el camino o pueden caer cualquier noche, dicen que yo no soy yo, que estoy más loco que ayer y matan a pobres corazones.
Después de los asesinatos de las muchachas de 1920, después del horror, la casa se llenó de silencio. Hasta que volvió un ejército de arquitectos, albañiles, electricistas, pintores, decoradores... Ya nada sería igual en la esquina de Balcarce y Santa Fe. No quedan rastros del pasado. Sólo queda por imaginar aquellas madrugadas en que Fito se calzaba los auriculares para menear la cabeza al ritmo de Peter Gabriel o Luis Alberto Spinetta, o cuando tomaba el bombo legüero, a modo de ensayo, ante el advenimiento de las fiestas escolares que lo tendrían sobre las tablas del salón de actos. O el "Fito no está" de algunas de ellas cuando atendían el teléfono negro de Entel que no paraba de sonar.
Lo que hay allí ahora es un centro de diagnóstico de alta complejidad, un baldío hacia San Lorenzo y una peluquería de apellido Burgués. Dos lugares del vecindario, de puerta abiertas para ver el futuro y maquillar la vida. Y no hablar del pasado, oculto tras la piqueta que tiró abajo la casa de planta baja de calle Balcarce 681. Su casa ya no es su casa. Cuando era pibe tuvo un jardín pero escapó hacia otra ciudad.
(Este texto, escrito en mayo de 1997, es un fragmento del libro Crónicas de Rosario, recientemente publicado por Homo Sapiens y UNR Editora)