Las palabras tienen vida propia, sí señor. Uno cree que porque las piensa, pronuncia y escribe, o
porque las corta, pega, envía y reenvía, las tiene en un puño. Qué error. Las palabras, malditas
palabras, se nos aparecen y también desaparecen para quitarnos el sueño y hacernos sentir pequeños,
estúpidos y mortales.
Hace unos días entré en combate con una de ellas. Maldigo la hora en que tipeé
los diez grafemas de la palabra "retacearlo" en la columna que escribí hace tres semanas para esta
web. Bajo el título "¿Por qué sólo tres deseos?" me referí al fin de año y desafié a no pensar sólo
en tres deseos, como siempre se hace, sino a pedir todos los que uno quisiera. Porque, concluí, si
el deseo era lo que nos empujaba a vivir, no había que "retacearlo".
Aseguro que tras escribir esa última palabra en el texto, mi vida transcurrió
sin sobresaltos. Hasta que me llegó el mail de Idoia, mi amiga que vive en Vitoria (País Vasco).
Ella, como siempre, me habló de sus cosas y me preguntó por las mías. Me comentó que había leído mi
columna y había deseado todo lo posible y al final me clavó literalmente esta pregunta: "¿Qué es
retacearlo, por cierto?".
Para responderle con precisión a Idoia recurrí al diccionario de la Real
Academia Española en Internet. Escribí "retacear" y... entré en pánico.
La página me devolvía con perversidad este mensaje: "La palabra retacear no está
registrada en el DPD (Diccionario Panhispánico de Dudas)". Me dije: "Bruta..., animal del
bosque..., ¿por qué corno supusiste que esa palabra que siempre usás existe?".
Me empeciné. Abandoné la 1ª edición de 2005 de ese diccionario que comenzaba a
generarme una gastritis e insistí en su vigésima segunda edición. Encontré: "Retacear: Arg., Bol.,
Par., Perú y Ur. Escatimar lo que se da a alguien, material o moralmente".
Respiré al pensar que alguien, al escribir eso, me había salvado del bochorno.
Qué imbécil; la cosa no había quedado allí. La palabra "retacearlo" y todos sus
familiares volvieron al ataque, se habían obsesionado conmigo. Se me aparecieron horas más tarde en
un texto que encontré buscando otro.
"Cuidado con los diccionarios" se llama la nota en cuestión y que escribió en
2002 el tucumano Tomás Eloy Martínez. Parecía que el autor de "Santa Evita", en complot con el
vocablo, me perseguía. "Ciertas palabras –explica el escritor- avanzan dentro de un contexto,
terminan en otro, y a veces no tienen destino en los diccionarios. Es lo que le sucede, por
ejemplo, al verbo 'retacear', que se usa sólo en la Argentina e indica que alguien no está
recibiendo lo que merece. Hacia comienzos de noviembre tuve una larga conversación sobre el tema
con Víctor García de la Concha, presidente de la Real Academia, quien conoce de memoria todos los
diccionarios castellanos, definiciones incluidas. Nunca había oído la palabra 'retacear', pero
podía rastrear el término con sólo una llamada telefónica. A los cinco minutos ya lo había
encontrado. Tenía doce entradas en los archivos de datos de la Real Academia, que están al alcance
de cualquiera, y todas esas entradas correspondían a títulos de diarios argentinos. Tal vez
aparezca en la edición unificada del nuevo diccionario de la lengua, que los académicos de España y
la América Hispana planificaron este último noviembre, en San Juan de Puerto Rico".
Sin dudar le mandé el texto a Idoia como respuesta a su pregunta. Y aquí estoy,
paranoica, esperando que esa insufrible palabra o cualquier otra aparezcan como un conjuro para
hacerme la vida imposible. No digan que no se los advertí, no se descuiden: las palabras, las
malditas palabras, tienen vida propia.