Desde hace un par de años el reeditado libro del historiador Eduardo Rosenzvaig asciende algunos estantes en las librerías, no muchos. Ojalá lo hiciera también en todas las bibliotecas donde se forman maestros, profesores, educadores. Se llama "La oruga sobre el pizarrón" (Editorial Cartago) y relata la vida del maestro Francisco Isauro Arancibia.
El protagonista nació en Monteros, Tucumán, y pensaba ser ingeniero. No pudo alcanzar ese título universitario porque en su trayectoria de estudiante —en la que debía trabajar para mantenerse— se encontró con el magisterio. Que, si se quiere, es también una verdadera ingeniería de números y letras, historias y geografías, y que requiere de una profesión de expertos capaces de combinarlas para enseñar.
Rosenzvaig cuenta en su libro la preocupación de Arancibia por sus pequeños alumnos muy pobres que "no aprendían por más que él se esforzara cada minuto en ellos". Sencillamente porque primero necesitaban comer. Cuántos de los que enseñan saben que esto no es un detalle, igual que el abrazo y la palabra que preceden a cada clase.
"El maestro no sólo educa, también debe indignarse. Justo lo que la tradición prohibía. Inocuo, con aureola de mártir o santo alejado de las cosas terrenas, el maestro debía repetir dos más dos son cuatro. Los números estaban obligados a ser ajenos a los panes. Pero para el brazo que levanta el machete, dos horas de pelada de caña, más otras dos, no son cuatro. Y ocho horas son una eternidad", recoge el historiador, también tucumano, y hace poco tiempo fallecido, en "La oruga…".
Recuerda entonces que Isauro se propuso difundir entre sus compañeros de trabajo que "para ser maestro había que dejar de ser santo. Meterse en la realidad y enseñar los números desde las cañas y los panes". Proponía —dice Rosenzvaig— que los niños fueran "educados a razonar y cambiar la vida, no a recitarla".
Esa concepción de maestro como trabajador de la educación y de educación como oportunidad para imaginar otro futuro es la que luego se plasmó en la creación de la Confederación de Trabajadores de la Educación de la República Argentina (Ctera), que no por causalidad tuvo a Isauro Arancibia entre sus fundadores.
No pasó mucho tiempo para que Isauro fuera amenazado por la Tripe A: "Ya te advertimos una vez, lobo disfrazado de oveja, estás sentenciado a muerte: serás ejecutado como todos los extremistas. Te damos la última oportunidad: debés desaparecer antes del 1º de marzo. Cuando terminemos en Córdoba se inicia la etapa final en Tucumán. Adiós guerrillero. AAA"
No quiso escuchar el ruego de colegas, amigos y familiares que le pedían que se fuera porque sabían que sus días estaban contados. El también lo sabía, tanto que había compartido esa certeza con su compañero de lucha en la Ctera Alfredo Bravo. "El próximo soy yo", le dijo.
A Francisco Isauro Arancibia y a su hermano Arturo René lo asesinó personal civil y de la policía tucumana. Contaron 120 balazos en su cuerpo y 70 en el de su hermano. Los mataron en las primeras horas del 24 de marzo de 1976 mientras dormían en el local del sindicato docente tucumano, llamado Agremiación de Educadores de la Provincia (Atep)
La vida y pensamiento de este maestro no puede estar ajena en la formación de quienes educan o lo van a hacer en las aulas. Bien lo dice la actual titular de la Ctera, Stella Maldonado, en el prólogo de este libro: "Es imprescindible que desde la formación docente se prepare tanto a los futuros educadores como a los que ya están en ejercicio para que estén en condiciones de abordar la enseñanza de la historia reciente, no solamente desde lo fáctico sino, y fundamentalmente, desde el análisis de la continuidad histórica de los procesos políticos, económicos, sociales y culturales que hicieron que en nuestro país aconteciera el genocidio de la última dictadura militar".
Un maestro fue el primer asesinado el 24 de marzo de 1976: Isauro Arancibia. Le siguieron otros 600 educadores muertos y desaparecidos durante la última dictadura.
Un acta infame redactada por la policía tucumana en el local de Atep enumera las cosas que permanecían en la escena de la masacre. Sin embargo, faltan "un par de zapatos nuevos, marca Delgado, —se relata en el libro— que la familia le había regalado al dirigente para la próxima misa en recuerdo de su madre. Se habían robado un par de zapatos".
Toda una metáfora que el historiador y autor de "La oruga sobre el pizarrón" describe de manera amorosa y emotiva en la presentación de obra: "Para legalizar el desguace de la Nación… se empezó robando a un maestro un par de zapatos nuevos".
Rosenzvaig dice entonces que si a las nuevas generaciones se las quiere educar en la dignidad, como lo enseñó Isauro Arancibia, es necesario no rematar los recuerdos. Se trata —considera— de hacer memoria, algo así como "un intento de rescatar de los forajidos los zapatos robados", porque después de todo "no es justo que un maestro ande descalzo por el cielo".