Cada tarde tomo el colectivo para ir a la zona sur. Subirse al bondi en Rosario es toda una experiencia, ni hablar en horas pico y en las líneas más usadas, esas que se meten en el corazón de los barrios populares. Casi siempre llenos cuando pasan por el centro, el 122, el 133 o el 143 permiten encontrarse cara a cara con la ciudad verdadera.
Muchos de los rasgos de esa ciudad no son precisamente bellos. Tanta gente viaja sin ver nada, cansada o enfrascada en las preocupaciones del día. Casi nadie mira hacia afuera. Y afuera, ahora que es primavera, pueden verse los lapachos en flor. O alguna santa rita que ilumina un muro. Pero los auriculares están clavados en las orejas y los ojos de los que escuchan están vacíos.
Otros sólo ven la pantalla del celular. Esa es toda la realidad que captan. Y algunos simplemente hablan, hablan, hablan. ¿Escucharán?
Aunque hay excepciones. Por ejemplo, quienes leen el diario. Casi todos superan la cuarentena. En cambio, algunos jóvenes se sumergen en un libro.
Eso me hace sonreír. Hace poco, una muchacha que tendría veinticuatro o veinticinco años estaba concentrada en las páginas de una novela tan inolvidable como olvidada.
Doctor Zhivago, del gran escritor ruso Boris Pasternak, quedó grabada a fuego en la memoria colectiva no tanto por el libro en sí mismo sino por la versión cinematográfica dirigida por el inglés David Lean (el mismo de Lawrence de Arabia), donde brilló Julie Christie en el papel de Lara. Tal vez la joven que aferraba entre sus dedos delicados, en el vértigo de la tarde rosarina, un ejemplar de la vieja edición de Noguer no supiera nada de todo eso. Pero su vista estaba fija en las palabras. Yo volví a sonreír. Ella no se dio cuenta.
Muchas veces me siento en el asiento trasero. Los que se instalan allí forman una verdadera cofradía. Casi siempre se viaja mirando fijo hacia adelante: observar al vecino del costado puede ser mal entendido. Sin embargo, hace unas semanas no pude evitar mirar hacia el costado y para colmo hacia abajo. Es a que mi vecino de asiento, imperturbable, no le importaron en lo más mínimo los recurrentes bocinazos del tránsito rosarino y sacó de un portafolio nada más y nada menos que Palmeras Salvajes, del gran William Faulkner.
Mis cejas se habrán levantado al menos medio metro por el asombro. Claro, no es habitual tropezarse con un lector de la traducción de Borges de The Wild Palms y menos a bordo del 122. El tipo, indiferente a mi sorpresa (y a mi mirada), se puso a leer con calma oriental. Yo no pude con mi curiosidad. "Hay que animarse a leer a Faulkner en medio de este quilombo", disparé. El tipo me miró. "Una maravilla", dijo. Y siguió leyendo.