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Luis Gudiño Kramer
1898-1973. Publicado en Aquerenciada soledad, en 1940
El perfume de los naranjales rinconeros se nos anticipa apenas pasamos el puente colgante. Un automóvil no es un caballo, evidentemente, pero así y todo, al sentir el viento libre golpeando los cristales del coche y en el rostro ansioso de campo y en el espíritu con sed de silencio, creemos sentir esa impresión del resero de Güiraldes, de vuelta al pago después de un viaje aleccionador.
El campo, en realidad, es más que una presencia. No existe solamente en extensión, sino en hondura. El hombre ese que nos pasó apurado porque tiene que llegar a Helvecia antes de que cierre el Banco, en realidad no viaja el campo, sino el camino.
En cambio, el haragán aquel que encontramos, de bombacha suelta y alpargatas, a la puerta del primer rancho, está impregnado de campo desde la punta de la chancleta hasta la bombilla del mate. El campo en él es un aura vital, una naturaleza, una presencia y una eternidad. Lo miramos con nostalgia, como iremos mirando todo eso primitivo, antiguo y vegetal, sólido y permanente. Los brotes del campo. Así, llegaremos a la Vuelta del Dorado, paisaje barato de cromo. Los ubajayes y los ombúes menesterosos entre la tierra arada, no son los de Fígari, pero nos llevan a un recuerdo necesario pues es preciso enterrarse en la tierra antigua, dormir de vez en cuando doscientos años de historia y despertar oyendo alaridos mocobíes y proclamas enjundiosas en el buen castellano de los conquistadores.
Al norte nos espera mayor liberación. Campos, haciendas y algarrobos son como una sinfonía tonta coloreada por los rayos del sol y los arcoiris de nuestros recuerdos.
Nosotros pasamos, mientras árboles, bestias y hombres, enterrados hasta el corazón en una libre esclavitud cotidiana, nos alargan su olor fecundo y su vibración vegetal.
San Javier nos recibe con los cipreses del cementerio y la alta torre de su iglesia. Vahos de indio, presagios de malón, olor de alfalfa. Vacas sueltas y niños mendigos; estrellas enturbiadas por el fino polvo que arremolina el viento norte. El caballo está atado al palenque de la pulpería. Música de acordeón y la presencia de duendes en todas partes, poniendo claridad en las calles sin luces y alegría y dolor en la cara oscura de los vigilantes y en los dientes blancos de los indios.
Los ojos se abren a la luz violeta y procuramos ver qué misterio es el que embellece tanta miseria. Qué alegría hace girar la rueda loca de los molinos y por qué sale esa música pegajosa y honda de las calles desparejas y de los viejos muros ennegrecidos.
Don Evergisto o don Lanchi nos explican la magia. La magia era ese para qué apurarse, ese mínimo esfuerzo.
Otros que digan el elogio hiperbólico: que otros coloquen el mosaico de las palabras. Nosotros percibimos el aura vital, el oculto sentido de que está impregnada esta naturaleza, que emana de las arenas, del río y de las nubes, de las palabras perezosas y de las posturas indolentes.
Ya se apagó el eco de las epopeyas, malones y soldadescas. Revoluciones y largas procesiones misionales no han dejado, en las movibles y cambiantes arenas, el más pequeño rastro. Mañana el pavimento alisará y borrará mejor la impronta del pasado. Por él pasará en movimiento la ambición del progreso. Pero estos pueblos seguirán recostados al río, mirándose en constante contemplación. Mientras todo pasa, ellos y sus gentes permanecen. La vida es larga, para qué apurarse.
Luis Gudiño Kramer.