La última etapa de la campaña presidencial ha entrado en la fase de la desmesura. Las reacciones propiamente políticas coquetean peligrosamente con un lenguaje verbal belicoso. Tampoco los movimientos colaterales que rodean a la cultura, los medios de comunicación y las relaciones individuales en la sociedad quedan rezagadas en este aspecto.
El kirchnerismo, o mejor dicho, la presidenta han decidido dogmatizar su discurso y su intolerancia contra quien disienta con lo que ella piensa. Cristina está dispuesta a usar la cadena nacional todas las veces que lo desee (se habla de dos actos de monopolio estatal de todos los medios por semana) para que se escuche lo que ella cree que ha pasado en estos 12 años y se lo resalte con aplausos y asentimientos incondicionales. Beatriz Sarlo definió a esto como el discurso “performativo”. Es decir, el que supone que crea realidad cuando se pronuncia, sin que tenga la menor relevancia la realidad con la que eso contraste. El discurso aspira a condicionar el futuro pero también el pasado. Pasará lo que yo diga y, sobre todo, ha ocurrido lo que yo quiero. Discurseo. Luego, la realidad existe.
No importa nada que el artículo 75 de ley de servicios audiovisuales, uno de los emblema de este gobierno, hable de casos excepcionales, graves o de trascendencia institucional para recurrir a este modo que inhibe el derecho a escuchar o no un discurso. La doctora Kirchner cree que a este respecto (y a unos cuantos más) la ley y su interpretación son sólo ella. Claramente es un error: no hay modo de sostener, en serio, que en 10 meses haya habido excepcionalidad institucional para que se pronuncien 41 monólogos difundidos por todos los medios. No hay que argumentar demasiado. La obviedad se demuestra por sí misma, mal que les peses a los transitorios ostentadores del poder.
El fenómeno señalado al inicio de esta nota ha encontrado corcoveos, algunos de proporciones, puertas adentro del kirchnerismo. Estela de Carlotto dijo con un gesto propio y sincero que Daniel Scioli podía ser un presidente de transición a la espera de Cristina en 2019. Consta a quien esto escribe que no hubo ni inducción a la respuesta (la entrevista fue concedida en nuestro programa de primera mañana de Radio La Red) ni forzamiento en los términos de la frase usada por la respetada abuela de Plaza de Mayo. Estela piensa por sí, con inteligencia propia y, en este particular, desea eso. Y en ello la acompaña el núcleo duro del oficialismo. Luego vino Hebe de Bonafini quejándose del “naranjita” que no quiere, Diana Conti (la sincericida del “Cristina eterna”) y varios dirigentes más. Lo de Carlotto fue espontáneo, sin dudas. ¿Alguien cree que las otras voces fueron no calculadas o incentivadas por quien quiere acotar desde las entrañas K al gobernador de Buenos Aires?
Los apóstoles de la doctora Kirchner ya han editado el misal de límites y requerimientos que le rezarán al ex motonauta si se sienta en el sillón de Rivadavia. Clara desmesura de perpetuación. Una diputada nacional del FPV con llegada al poder ejecutivo fue muy sincera al explicar en reserva lo que ahora ocurre: “Por un lado hay que calmar a la base, especialmente a los pibes, que se salen de la vaina para decirle tibio al candidato. Y por el otro, hay que apaciguar a los sciolistas de siempre que quieren patear la mesa hartos de que les den instrucciones y juran vergüenza cuando manejen los timbres del poder”.
¿Qué hará Scioli entonces? Por ahora, resistir. Para ver si el sueño amasado en todos estos años que está a la vuelta de la esquina se hace realidad. Es muy gráfico ver cómo en cada aparición pública aprieta sus muelas como signo de tensión resistente a discursos de su partidarios lo que hace temer un bruxismo político de consecuencias complicadas.
Scioli acepta mandatos que descienden de Balcarce 50 aun a su pesar. El no ir al debate presidencial de hoy (algunos dicen que daría una sorpresa, pero eso parece difícil) es uno de ellos, aunque su equipo haya pactado hasta minutos antes de realizarse las reglas ultra protectoras que garantizaran un discurso segmentado entre los candidatos antes que un verdadero contrapunto de ideas. Cristina hizo resonar el “no” cuando se la consultó por la comparecencia de su delfín. Otras decisiones, en cambio, son de cosecha propia y a veces inentendibles.
¿Había necesidad de fotografiarse con la casi desconocida diputada Mónica López, que volvió a saltar el cerco de un partido para buscar un lugar cómodo en el Frente para la Victoria? La ex massista ha de haber tenido una epifanía política una hora luego de haber firmado ante la autoridad pública que quería ser candidata del Frente renovador para, un par de minutos después, volver al kirchnerismo. Si no fue algo místico, no se entiende que se abrace con quien denunció penalmente acusándolo de delincuente incumplidor de los deberes de los funcionarios público.
El doctor Eduardo Borocotó logró unos años atrás hacer adjetivo su apellido. Mónica López deberá ser un adverbio o un verbo defectivo porque, aparte de pegar el garrochazo, se negó a sí misma antes de que cantara el gallo del 25 de octubre. “Yo no me voy a votar”, dijo muy liviana. Es cierto que, sigamos con la metáfora avícola, aseguró ahora sentirse como una lechuza cascoteada. Se insiste: ¿Scioli necesitaba una foto con este tipo de “animal” político? La desmesura, otra vez.
Por fin, podrá decirse que es un episodio menor, casi insignificante, que el actor Gerardo Romano haya dicho que votar a Mauricio Macri es sufragar por Adolf Hitler en Alemania y que prefiere el suicidio a respetar un eventual resultado de las urnas. Es cierto. Sin embargo, hay que recordar que hay muchos actores y exponentes de la cultura que militan con fuerza pública en el proyecto kirchnerista y reclaman que se les dé el lugar de vehículo claro de expresión política. Romano se subió este año al escenario del Maipo Kabaret para componer a un judío exiliado y perseguido por el nazismo con resultados interesantes. Sabe de derecho porque es abogado y conoce de circunstancias del siglo XX porque no es un adolescente a quien la militancia puede parcelarle los manuales de historia. Cuando dijo lo que dijo hablaba desde la desmesura del odio.
Algunos compararán (con razón) el mismo error en Mirtha Legrand utilizando el calificativo de dictadura ante este gobierno constitucional. Vale el achaque. Lo que también debería valer sería el repudio masivo que recibió la actriz y que ahora debería escucharse de boca de los que si se mantienen en silencio quedarán escondidos en la metáfora, también desmesurada, de comerse al caníbal.