Una coma más, una coma menos, en un pasaje el texto dice así: “Aquí se encontraba él, en el espacio, y sin embargo en unos pocos milisegundos podía ver los titulares de cualquier periódico que deseara, aunque la palabra ‘periódico’ resultaba anacrónica en la era electrónica. Cuanto más maravillosos eran los medios de comunicación, pensaba, tanto más vulgares, chabacanos o deprimentes parecían ser sus contenidos”. Por las pistas suministradas podría tratarse de un relato ameno sobre la rutina y los pensamientos que cruzan la mente de Scott Kelly, el ingeniero espacial estadounidense, aquel astronauta algo retacón y de 51 años que en estos precisos momentos flota dentro de la Estación Espacial Internacional y se prepara a ser tratado como un conejillo de Indias para saber cómo cambia el cuerpo humano en tales inhóspitos ambientes, mientras su gemelo, Mark, lo aguarda aquí en la Tierra con una carga bastante reprimida de envidia.
Pero no. Por más que la descripción suene tan actual, tan de nuestros tiempos, y cuadre con nuestro ecosistema informativo, estas palabras tienen ya casi una vida encima. Provienen de un texto antiguo, aquel que un día de 1968 salió de la cabeza del rapsoda de la carrera espacial, Arthur C. Clarke, y que Stanley Kubrick alzó con maestría a nivel de epifanía visual en 2001: Odisea del espacio un año antes, en un atípico caso de “libro basado en la película”. Y no al revés.
Decir que este libro y este film disruptivo —que sí o sí hay que leer y ver en conjunto pues ambos se amplifican y retroalimentan— son clásicos queda corto. Son más que eso: en su versión cinematográfica, se trata de la madre de las películas de ciencia ficción, aquella a la que toda nueva producción actual busca emular. Pero más allá de su proezas técnicas y estéticas —detalles que los críticos de cine pueden explicar mucho mejor— es perfecta porque congrega casi todos los tópicos que definen a este género: una reflexión sobre el origen humano (paleoantropología), una visita al futuro, viajes espaciales, inteligencia artificial, el pavor humano ante el alzamiento de las máquinas, contacto alienígena, criogenia, agujeros de gusano y viaje en el tiempo. Y también, se ven artefactos y servicios que hoy damos por descontado, como iPads y teleconferencias a lo Skype, elementos intercalados en una trama que genera más dudas que certezas. “Si entendiste 2001 completamente, fallamos —advirtió Stanley Kubrick—. Quisimos plantear muchas más preguntas de las que respondimos”.
Potencia viral. Su valor no radica tanto en su coeficiente anticipatorio —aquel lugar común periodístico que consiste en aplaudir los aciertos de las películas y libros que coquetean con el futuro, mientras se barren bajo la alfombra sus equivocaciones en el siempre imperfecto arte de adivinar el más allá— sino en su alta potencia viral: su capacidad de haberse instalado como una semilla en la cabeza de millones de personas, en especial, de aquellas que hoy protagonizan la verdadera odisea espacial, quienes mandan sondas a Plutón (como la nave New Horizons que llegará en julio), flotas de robots a Marte y paparazzi robóticos que acosan a Saturno.
Si una idea puede cambiar el rumbo de una vida, una película (y un libro) puede influir en toda una generación. Sin caer en determinismos, miles de científicos e ingenieros confiesan en privado que son lo que son debido a una película, un libro, un cómic que alguna vez cayó en sus manos y provocó un terremoto en su interior. Además de movilizar la imaginación, la ficción no es simple entretenimiento: puede torcer, impulsar una vocación e instigar una predicción autocumplida. Como confesó un astronauta en su diario de abordo en la Estación Espacial Internacional: “Hoy vimos 2010, la secuela de 2001: odisea del espacio. Fue divertido porque se centra en una misión ruso-estadounidense, como nosotros. Disfrutamos de los intercambios culturales y de cómo ambos países fueron retratados en la película. Es increíble que estemos acá, rusos y estadounidenses, en una masiva nave internacional. Quizás no orbitemos Júpiter como en la película, pero 40 años después del estreno de 2001, lo apenas imaginable se ha vuelto absolutamente real”.
Se habla y escribe mucho de cómo la ciencia influye en la ficción. Pero poco y nada sobre cómo la ficción incide en la ciencia y en los científicos. Y aun así, el vínculo, la fecundación cruzada, está ahí. Pese a la persistencia del estereotipo, los hombres y mujeres de ciencia no son entes abstractos. No viven en una burbuja: alguna vez fueron chicos y adolescentes, van al cine, leen libros y novelas gráficas, se desparraman en un sillón para deglutir una serie. Y en ese consumo cultural, algo queda, una idea, una pregunta, una inquietud. La cultura incide en la ciencia básicamente por una razón: porque la ciencia forma parte de la cultura.
A la luna. “Estoy seguro que no hubiéramos puesto a un hombre en la Luna si no hubiera sido por Wells y Verne y gente que escribe sobre el espacio y que hizo que millones de personas pensaran en él —señaló Arthur Clarke en 1977—. Estoy bastante orgulloso de saber que varios hombres se hallan convertido en astronautas gracias a la lectura de mis libros”. La ciencia ficción configuró el imaginario del siglo XX: el mundo en el que vivimos no sería lo que es de no haber existido la ciencia ficción. Ya lo dijo el filósofo Pablo Capanna: los escritores de ciencia ficción quisieron anticipar el mundo y terminaron por proponerlo.
Las películas y los libros no solo absorben el clima de la época, las ideas y problemas que marcan un tiempo. También lo moldean, encauzan una visión. Jurassic Park (y la inminente Jurassic World) le abrió a millones las puertas del antiguo mundo de los dinosaurios. Gravity, para muchos, fue el primer acercamiento a la Estación Espacial Internacional y al peligro de la chatara espacial. Interstellar pudo haber servido como clase de física teórica para legos. Contacto, Prometheus, Europa Report y Avatar indagan en la actual búsqueda de vida extraterrestre. Con ciertas distorsiones, Lucy dice mucho de las drogas para aumentar la inteligencia. Last days on Mars y la próxima The Martian exploran a su manera el planeta rojo.
Y ahora vivimos un alud de películas robóticas y sobre inteligencia artificial: Her, Automata, Transcendence, Chappie, Ex Machina, Avengers: Age of Ultron y la próxima Terminator Genisys, nos invaden como narraciones que combinan miedos y esperanzas. Pero ya no funcionan como anticipación sino como advertencia. “Es innegable que la causa de la imagen negativa que pende sobre los robots se puede rastrear hasta las películas de la saga Terminator -dice con cierta bronca el suizo Rolf Pfeifer, una de las máximas autoridades en inteligencia artificial que pasó recientemente por el país-. Aunque a veces las películas y los libros pueden ser buenos. En mi caso, soy lo que soy gracias a Blade Runner y Yo, Robot”.
Así que, ya se sabe: los investigadores de mañana están en estos momentos sentados en el cine aguardando que comience una película destinada a cambiarles la vida.