Lo tengo que confesar, aunque muchos de ellos ya lo saben: siento un profundo respeto y admiración por los chicos y chicas que militan. Aquellos que con sus convicciones como estandarte llenan su vida con pasión. Que cada vez son más, y por cierto, necesarios.
Durante estos días de duelo para gran parte de la Argentina muchos se sorprendieron por esa enorme cantidad de jóvenes que cantaron, gritaron y se emocionaron hasta las lágrimas por la muerte del ex presidente Néstor Kirchner. Algunos llegaron a preguntarse de dónde salió tanta pibada junta, que parecían ser una nueva versión del “subsuelo de la patria sublevado”. Pero estaban allí, siempre estuvieron, aunque invisibles para muchos. Y verlos fue conmovedor.
Leía la impecable crónica de Rodolfo Montes en La Capital titulada “Bomba atómica de amor militante” y pensaba en esos chicos, que son como bombas pequeñitas (Indio Solari dixit). Pelos enredados, piercings y remeras de rock. Son igual que el resto de los adolescentes de su generación, pero emergentes de una historia que decidieron abrazar y no mirar de costado.
Para los que fuimos pibes durante el menemismo, los 90 no sólo destrozaron los bolsillos de muchos argentinos sino que también minaron los sitios de participación, mientras nos hacían creer que era en vano jugarse por los sueños colectivos. Hablar de ideales y política, “una pérdida de tiempo, si son todos iguales y esto no cambia más”, era el cliché de moda, y aún hoy una verdad irrefutable para algunos.
Eran tiempos de frivolidad y descreimiento, donde lo nuevo aún no alumbraba “el camino de las oscuras catacumbas donde fermenta el futuro”, tal como enseñó Don Arturo Jauretche.
Aunque los ideales estaban. “El que no es un idealista es un cadáver viviente”, dijo alguna vez el cura Carlos Mugica, otro joven que en determinado momento de su vida decidió echar por la borda un futuro cómodo para sumarse a la causa de los pobres que más lo necesitaban.
Pero pasó el flan de la Alianza, el trágico diciembre de 2001, las huellas de Pocho Lepratti y el asesinato de Kosteki y Santillán. Hasta que a partir de 2003 se abrió una etapa en la que muchos adolescentes y jóvenes empezaron a sentir que era posible construir nuevos canales de intervención social. Renacía así una nueva mística militante.
Los pibes recogieron las banderas de la defensa de los Derechos Humanos y la dignidad y levantaron de su letargo espacios políticos, gremiales, culturales y comunitarios, mientras llenaban de vida muchos clubes de barrio.
Los centros de estudiantes volvieron a irrumpir con su rebeldía los patios de las escuelas. Para debatir y reclamar sus reivindicaciones, pero también para organizar una innumerable cantidad de festivales solidarios.
Con el peso de la memoria volvía en Rosario la UES, la histórica Unión de Estudiantes Secundarios, aquella organización en la que participaban los chicos de la Noche de los Lápices. “Ni víctimas ni mártires, héroes de la resistencia”, escribieron hace poco los adolescentes rosarinos en una pared al homenajear a los alumnos platenses desaparecidos el 16 de septiembre de 1976.
Por eso, porque se hizo cargo de la historia que hoy le toca vivir, la juventud se congrega, crece y cree. Y también es capaz de llorar. El escéptico puede llegar a compartir o no los ideales que los movilizan, pero lo que no puede es desconocer la enorme fortaleza que los enciende.
Hasta hace poco un joven que quisiera militar en un espacio político, social o cultural parecía casi un extraterrestre. Las imágenes de estos días parecen demostrar que ya no es tan así. Porque afortunadamente, los lápices siguen escribiendo.