Cuando distintos tipos de crisis, sean políticas o económicas, se instalan por cierto tiempo en diferentes países del mundo, uno de las habituales intentos de salida de los gobernantes es depositar toda la carga de la culpa en las minorías extranjeras.
Por lo general, los inmigrantes integran el sector social más bajo y se dedican a los trabajos que los ciudadanos del país se niegan a cumplir porque los consideran inferiores. Pero cuando la economía está en recesión, esa mano de obra barata, mayormente ilegal y sin beneficios sociales de ningún tipo, pasa a estar desocupada y casi sin respuesta para apenas sobrevivir. Cuando forman comunidades para poder mejorar sus condiciones de vida, de inmediato se las señala como foco de delincuencia y fuente de todos los males de la sociedad.
Un caso paradigmático es la situación de la comunidad gitana en Francia –en gran número inmigrantes de Bulgaria y Rumania en busca de mejores condiciones de vida–, que vienen siendo deportados desde hace varios años.
La Francia de la “Libertad, Igualdad y Fraternidad” teme que una minoría de algunos miles de personas ponga en riesgo la seguridad y la economía de una de las principales potencias mundiales. Antes de las últimas elecciones parlamentarias de este año, el ministro del interior francés asoció a los gitanos con la mendicidad y la delincuencia y justificó las expulsiones y el desmantelamiento de sus comunidades. Su prédica tuvo éxito porque en esos comicios legislativos el Frente Nacional de Marine Le Penn, agrupación xenófoba, antisemita y de extrema derecha, obtuvo casi el 25 por ciento de los votos, en un país que sin dudas está girando rápidamente hacia la derecha.
Ejemplos de persecuciones a minorías extranjeras se encuentran en todo el mundo y muchas veces también por motivos religiosos cuando, en lugar de la tolerancia, el odio y la imposibilidad de admitir al diferente se adueña de la situación. Sucede con los cristianos coptos en Egipto, atacados por la fundamentalista Hermandad Musulmana, con los kurdos yasidies de Irak y Siria, casi al punto del exterminio por las bandas delirantes del sunita Estado Islámico, o en la década del 90 con los musulmanes bosnios, en los Balcanes, masacrados en Srebrenica por las tropas serbias. La lista, sólo en las últimas décadas, sería innumerable. Sea por la fe, la economía o el poder político, los extranjeros y otras minorías funcionan como un tubo de escape de las presiones internas, y a la manera de chivos expiatorios se deposita en ellos lo peor de la condición humana.
El peligro casero. En este contexto, no deberían pasar desapercibidas las recientes declaraciones del secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni, en sintonía con la intención del gobierno de modificar el Código Procesal Penal nacional para expulsar del país a extranjeros que cometan delitos con penas de hasta tres años y que fueran detenidos in fraganti.
Para la misma época del anuncio del envío al Congreso de la ley para cambiar ese código, Berni reiteró una vez más que el país está “infectado de delincuentes extranjeros”, y reafirmó su aserción cuando en Buenos Aires fueron detenidos siete colombianos armados que seguramente iban a cometer un grave delito. Otro oficialista, el senador Miguel Angel Pichetto, jefe del bloque del Frente para la Victoria, avaló la necesidad de expulsar a los extranjeros al sostener que la provincia de Santa Fe, por ejemplo, se ha “convertido en la nueva Medellín”, en relación a la violencia ligada al narcotráfico.
Cuando desde las mismas esferas del poder se comienza a identificar en el extranjero al enemigo público, culpable de casi todos los males, la latente xenofobia de ciertos sectores de la sociedad resurge legitimada. Eso fue, salvando las distancias, lo que ocurrió en la Alemania Nazi donde, según el historiador norteamericano Daniel Goldhagen, el Estado estimuló y cumplió las fantasías eliminacionistas y criminales subyacentes por generaciones en la población alemana.
En las cárceles federales del país el 20 por ciento de los internos son extranjeros. De esa cifra, un 56 por ciento está detenido por narcotráfico, un 24 por ciento por delitos contra la propiedad y un 5 por ciento por delitos contra las personas. El 15 por ciento restante está preso por otros motivos.
Si bien el número no es menor, no podría afirmarse que los extranjeros sean la causa principal de la inseguridad y otros problemas de la Argentina.
Con fuerzas federales y provinciales de todo el país estructural e históricamente ganadas por la corrupción, parece no ser una medida prudente dejarlas que puedan imputar de un delito a una persona sabiendo que en muchos casos se “fabrican” para extorsionar u obtener algún otro beneficio ilegal. No parece razonable que un extranjero acusado de una falta de sanción menor a tres años de cárcel pueda ser expulsado del país sin más trámite y sin una condena judicial. Sería un llamado a la caza de brujas y a la denuncia fácil contra los extranjeros, que se volverían más y más vulnerables.
Hace algunos años un grupo de policías irrumpió, con un falso pretexto y sin orden de allanamiento, en la vivienda de un comerciante chino que vive en Rosario. Los uniformados ingresaron y se apoderaron de una importante suma de dinero producto, aparentemente, del funcionamiento de un garito ilegal en la casa. En vez de actuar bajo el imperio de la ley para poner fin a una supuesta actividad ilícita, los policías absurdamente y tal vez amparados en que su objetivo se trataba de un extranjero más vulnerable, abusaron de su poder y se convirtieron en delincuentes, luego procesados por la Justicia que puso las cosas en su lugar. ¿Si no hubiese sido un extranjero que seguramente hablaba con dificultad el castellano, los policías hubieran actuado de una manera tan elemental y con tamaña impunidad en la casa del comerciante chino?
El mito popular en las sociedades en crisis sobre que los extranjeros ocupan los lugares de trabajo de los ciudadanos de un país y llenan sus universidades contribuye también a exacerbar la latente xenofobia de la población, que no distingue clase social sino que se reparte por igual entre pobres, medios y ricos. En el pico máximo del boom de la construcción en Rosario no se escucharon quejas cuando las obras se poblaron de obreros paraguayos, bolivianos y peruanos porque había gran necesidad de mano de obra, la que muchas veces se explotaba con pagos por debajo de los convenios sindicales. Lo mismo ocurre con los trabajadores golondrinas que, muchos extranjeros, son contratados en los campos en condiciones infrahumanas. A lo largo del país, y también en Rosario, se han visto casos de cómo se hacinan en precarias viviendas a decenas de trabajadores, casi en condiciones de esclavitud.
En la universidad local hay instalado otro mito, que los propios números de la Dirección de Estadística Universitaria se encargan de derribar. La UNR tiene 74.234 alumnos, de los cuales sólo 1.557 son extranjeros, es decir, alrededor del 2 por ciento. Ese porcentaje se mantuvo con los nuevos inscriptos en 2013: se anotaron ese año en las distintas carreras de la UNR 15.143 alumnos, de los cuales 291 son extranjeros, es decir, un magro 1,92 por ciento. La mayoría de los extranjeros provienen de Brasil, Perú y Colombia. Pero también estudian en las aulas rosarinas jóvenes de Haití, Paraguay, Chile, México y hasta de España, Alemania y Estados Unidos. ¿Qué mejor para el enriquecimiento humano de nuestros futuros profesionales que puedan relacionarse con estudiantes de otros países? A nivel mundial las universidades, sean públicas o privadas, se prestigian cuanto mayor sea el número de extranjeros que tienen como alumnos o de profesores que investigan y dan clases.
Sin embargo, aquí, en Rosario y también en otras ciudades universitarias, a través del absurdo de la desproporción que ofrece la información que maliciosamente circula sin ningún cuestionamiento ni búsqueda de rigurosidad, se escuchan permanentemente voces que alertan sobre el peligro de la “invasión” extranjera en las universidades del país.
Los ejemplos de la habitual xenofobia de los argentinos se ven también en otros ámbitos de la vida, como en las canchas de fútbol o la identificación de los extranjeros como blancos principales a la hora de los saqueos a comercios en épocas de descontrol.
Ante este panorama, que es imposible enumerar en su verdadera magnitud en estas pocas líneas, mal le haría a la sociedad argentina contar con una herramienta legal para desterrar al extranjero que cometa un delito sin que medie la condena firme de un juez en un proceso judicial con todas las garantías de defensa. Es la diferencia entre la arbitrariedad de la barbarie y la razón de un pensamiento republicano.