Hay pilas de libros por todas partes. Algunas se elevan desde el piso, otras se yerguen sobre los colmados estantes de las bibliotecas. Este verano es perfecto para leer, sobre todo porque el calor rosarino se ha vuelto inaguantable. Un sillón mullido y la ventana que da a los fresnos de calle 1º de Mayo se convierten en una propuesta que nada puede empardar, más aún si el ventilador de techo gira silencioso y los cuartetos de cuerdas de Philip Glass suenan como fondo.
Admito que tenía esperanzas. Cuando aquella noche opté por abrir un nuevo libro de César Aira confié, otra vez confié, en que encontraría finalmente las razones que han llevado a un sector de la crítica a erigirlo en una suerte de semidiós. Y "Las noches de Flores", que acaba de publicar Random House (módica edición de mil quinientos ejemplares: Aira tiene buena crítica, pero público escaso), prometía en el arranque, ágil y divertido. Sin embargo, todo terminó como siempre: la ilimitada fantasía de Aira se precipitó en la liviandad absoluta, en la más triste de las vacuidades: esa que no proviene de una decisión estética, sino de lo que podríamos definir como una especie de imposibilidad vital. Su narrativa —posmoderna hasta la médula— parece intentar convencernos de que ni leer ni escribir tienen importancia. El delgado volumen terminó, como ha ocurrido antes, en el bolso de aquellos que voy a canjear en alguna librería de viejo.
Después del irritante Aira, auténtico campeón de la banalidad, se tornó imprescindible un antídoto fuerte. Salí del dormitorio, bajé al estudio y mis ojos buscaron la larga fila que integran los libros de Joseph Conrad. Tomé "Tifón" en la edición más barata, pero cuya ventaja consiste en que la traducción es argentina. Ya estoy harto de gilipollas y coños, y de la palabra coger utilizada con el sentido que le dan los españoles. Me aferré al librito como un náufrago a una balsa abandonada en el océano (metáfora apropiada para Conrad, viejo lobo de mar) y subí a mi cubil con la provisión de whisky renovada en el vaso.
Bastó un breve rato de lectura y el alivio comenzó a expandirse como una cálida oleada. "¡Aaaah!, esto sí", me dije. "Tifón", con su intensidad dramática excepcional, era exactamente lo que me hacía falta.
(Conste que recurrí a un Conrad como pude haber apelado a un Faulkner, un Kafka, un Thomas Wolfe, un Chandler, un Bernhard, un Bolaño, un Rulfo, un Saer, un Di Benedetto, un Conti. Un Quiroga, un Arlt, un Onetti. Un Cortázar. La lista de mis amigos es extensa, aunque como pueden ver, todos ellos viven en el pasado).
Después de tres horas felices cerré "Tifón", agradecido. La literatura tiene una importancia crucial, mal que les pese a los banales y mediocres, tan numerosos en los últimos tiempos. En este mundo cada vez más alejado de todo aquello que le da verdadero sentido, ella puede consolarnos, entre otras cosas, de la soledad, la vejez, el fracaso de las ilusiones políticas, la derrota del amor, el creciente egoísmo de los hombres y hasta de la ominosa inevitabilidad de la muerte.