El 25 de marzo de este año el fiscal de Cámaras Guillermo Camporini ingresó presuroso a la sede del Espacio Cultural Universitario (ECU), en el antiguo edificio del Banco Nación (San Martín entre Santa Fe y Córdoba). Cuarenta y ocho horas antes se había desbaratado un plan para asesinarlo, al igual que al juez Juan Carlos Vienna. Por esos días, ambos funcionarios judiciales eran las caras más visibles de las investigaciones que buscaban desarticular la banda narcocriminal de Los Monos.
Camporini había recibido esa mañana la solidaridad de sus pares, y por la tarde se disponía a escuchar en el ECU al procurador general de la Corte, Jorge Barraguirre, en el marco de una jornada sobre seguridad que impulsaba un sector del radicalismo.
Se sentó en la primera fila y a su izquierda una silla vacía lo separó del juez de la Corte Suprema provincial, Daniel Erbeta. La sorpresa llegó unos 40 minutos después.
Un hombre enfundado en un mameluco de trabajo, visiblemente desaliñado y comiendo una bolsa de papas fritas cruzó todo el auditorio y se ubicó al lado del fiscal que habían planeado asesinar.
Nadie lo detuvo. Es más, hasta intercambió algunos conceptos con el ministro de la Corte y el fiscal ante la inevitable incomodidad de quienes estaban presentes en la conferencia.
¿Quién era ese enigmático personaje? El mismo que desde hace años tiene a maltraer al director del Centro Roberto Fontanarrosa, Rafael Ielpi, rompiendo los ventanales del espacio cultural emblemático por excelencia de Rosario, en el corazón de la plaza Montenegro.
Vive en la calle, duerme en la plaza, dicen que padece alguna alteración psicológica, que supo tener mucho dinero y que cayó en la pobreza extrema. Tiene ataques de ira y se ensaña contra los ventanales. Ilepi lo denunció varias veces. Sólo esta semana, después de que el concesionario del bar situado al lado del centro Cultural Roberto Fontanarrosa cerrara sus puertas cansado de la inseguridad y tras llegar al colmo de que apuñalaran a una clienta en el baño, tanto él como la familia que también vive en la plaza desde hace años fueron observados por algún funcionario y los retiraron de allí.
Después de años de denuncias y quejas de los vecinos, el Estado tomó nota de que debían darles alguna contención a quienes generaban disturbios en noches de drogas y alcohol. Claro que hubo que llegar hasta el extremo de que en un bar concesionado por el municipio, un martes a las cinco de la tarde, una mujer fuera apuñalada en un intento de robo. San Luis y San Martín, a metros de la garita policial reconvertida hoy en monumento al abandono.
Mientras tanto, los rosarinos debieron padecer esta semana un intempestivo paro de taxistas que sorprendió por la virulencia y el cariz político de las declaraciones de quienes lo impulsaron.
Se entiende el malestar de los tacheros que deben trabajar de noche en calles donde los patrulleros escasean y la violencia crece, pero nada justifica llevar la protesta a la puerta de la casa de un funcionario.
Genera sospecha que se haya pedido con vehemencia la renuncia del ministro de Seguridad desde un sector con estrechos vínculos con el sindicato policial no reconocido Apropol. El mismo que hace un año fogoneó el insólito paro de uniformados que dejó a la sociedad desprotegida. Parece que estos personajes siguen inquietos.
Eso sí, la semana que se va terminó con una noticia trascendente. Finalmente, después de idas y vueltas el tradicional Carlito (sándwich de jamón y queso con Ketchup) fue declarado patrimonio cultural y gastronómico de la ciudad por el Concejo. Ahora sí todo será distinto. Es que como reza el programa que por estas horas impulsa la intendencia: "Todo empieza un día".