De cara a un nuevo clásico la memoria bucea en los archivos y aparecen nombres emblemáticos por su ductilidad para desnivelar. Propietarios de ese plus del que se esperaba la diferencia mágica. Mario Kempes, Mario Zanabria, Omar Palma, Gerardo Martino, Ezequiel González, Damián Manso, Rubén Da Silva, Ariel Ortega, Walter Gaitán, entre tantos otros que tenían a la habilidad como estandarte. Y al cual muchos canallas y leprosos simulaban imitar en un juego imaginario cuando enfundados en camisetas de uno u otro jugaban a la pelota en las canchitas de la zona.
Es que en el ránking de las emociones, después de la conquista de un gol no había nada más lindo que gambetear en un partido. En el campito del barrio como así en el estadio más sofisticado. El desairar hasta al más rústico de los rivales con una maniobra provocaba una gran satisfacción interior. El corazón se aceleraba por ese atisbo de suficiencia y satisfacción. Que radicaba más en el orgullo propio por haberlo conseguido que por gozar al otro. Aunque el instinto de preservación disparara las alertas por una posible patada trapera desde atrás como acción de la impotencia rival. Y si no llegaba en el momento todos los sentidos estaban en alarma porque no faltaría ocasión para el arribo del impacto vengativo. Por eso el cuidado alcanzaba puntos altos cuando otro ensayo se plasmaba. La amenaza ajena potenciaba la protección de los compañeros. El grito de "mareá y jugá" llegaba como un impulso a no cesar en el intento. Aunque a esa altura las miradas adversarias ya estaban más emparentadas a un combate que a un simple partido de fútbol. Vale aclarar que lo expuesto lejos está de ser autorreferencial, pero sí tiene su anclaje en testimonios de habilidosos con pelota al pie que dieron cuenta de manera coincidente de las sensaciones que fluyen dibujando movimientos y maniobras con pelota al pie. Entre ellos algunos de los testimonios de los nombrados.
Y de lo que se trata no es otra cosa que devolver a la marquesina del juego a ese toque de distinción llamado gambeta. La que hizo la diferencia. La que nació y creció en cada rincón del país donde una pelota picaba rodeada de sueños. Quimeras que corrían detrás del balón para trocar por realidad dentro del fútbol profesional. Pero, inexorablemente, los años transcurrieron y cambiaron los escenarios, como así los intérpretes. Y también ciertas formas. Tanto que el domingo en este sentido los centralistas extrañarán a Lo Celso mientras los ñubelistas aguardarán una remake de Formica.
Es que el mecanicismo impuso parámetros y las ideas se multiplicaron en pos de una previsibilidad táctica. Pero la sorpresa fáctica aún anida en la esencia de este juego. Porque la creación tuvo activistas. Y así la recreación mantuvo expositores. Son menos, muy pocos, pero no obstante el espíritu de la ventaja sigue sobreviviendo en la gambeta. Allí donde reside lo mágico, lo espontáneo, lo increíble, lo indispensable para admirar.
Recientemente el entrenador Marcelo Bielsa reivindicó a la gambeta como la verdadera estrella del fútbol. Una certeza histórica pero no puesta en valor con la asiduidad requerida. Porque son varios los técnicos que la relativizan. Pero sean estéticos, pragmáticos, absolutistas o anárquicos, ellos saben de la necesidad de la gambeta. Más allá del prejuicio con el que buscan hacer de este deporte sólo un tema para expertos. Concepto que no minimiza el desarrollo que adquirió el fútbol desde el pensamiento y destacando también a los conductores que trabajan en pos de ideas diferentes.
Pero la gambeta formó parte del ADN del fútbol argentino. Con importante marca rosarina. En un país donde durante décadas el número diez fue el exponente por excelencia de ese virtuosismo. Pero también en el que durante varios años atrás no fueron los únicos. Porque la mayoría de los jugadores, independientemente del puesto en el que se desempeñaran, tenían a la gambeta como recurso natural. Algunos con mayor eficacia que otros, pero todos con el intento intacto.
Repasar los nombres sería recurrente. Como aludir a Diego Maradona o Lionel Messi como la máxima expresión del arte en el juego.
Esas habilidades que le valieron a cada uno un calificativo, siempre en relación a esa ductilidad para gambetear. Parida desde el ingenio, sustentada desde el alma y ejecutada por el cuerpo. Cada uno con sus características y velocidades. Denominaciones que aún perduran. Como el que alguna vez utilizó Roberto Fontanarrosa para definir a Daniel Willington, santafesino de origen pero cordobés por adopción. El Negro le puso "El Exorcista" a ese creativo jugador de Talleres de Córdoba que hacía gala de su inteligencia para jugar con un ritual pausado pero estético y eficaz.
Con el devenir de los años la gambeta fue sobreviviendo. Pero lo que era un hábito se hizo excepcional. El potrero se fue urbanizando y con él la habilidad de marear comenzó a exiliarse por falta de usos y costumbres. Y la nostalgia por su arte anida más en textos narrativos, canciones, leyendas o películas que en su espacio natural: la cancha. Por tal motivo es que el partido del domingo se jugará a cara de clásico. Con mucha presión. Pero con la esperanza de que alguno de lo futbolistas haga algo diferente para sorprender. Difícil. Pero quién dice que por ahí uno se anima y gambetea. Aunque sea como último recurso.
El clásico no está exento de esta transformación del fútbol argentino con alto costo. Tanto que los pocos exponentes ya ni siquiera pueden gambetear el poder de lo económico exterior. Y el empobrecimiento sistemático de lo propio tiene consecuencias estructurales difíciles de revertir. Así en el fútbol como en la sociedad. Tanto que la emoción de gambetear se fue desvaneciendo y el juego empezó a vaciarse de ese atractivo. Hoy, cuando la diferencia no asoma por el equilibrio de las equivalencias precarias, la habilidad tampoco está para desnivelar. Porque la gambeta fue exportada. Y la fábrica ya no la produce en serie. Y de esto Central y Newell's saben bastante.