La polémica que se ha suscitado en España sobre la evaluación del quehacer del profesorado con repercusión en el sueldo, me ha impulsado a escribir estas líneas que critican una concepción mercantilista y autoritaria de la evaluación. Es curioso, las autoridades que deciden que se evalúe a los inferiores, nunca se someten a la evaluación que ellos proponen como deseable.
La pregunta fundamental sobre las evaluaciones (de alumnado, de profesorado, de programas, de instituciones, de sistemas...) es la de su finalidad. ¿Para qué se hacen? ¿A quién sirven? ¿Qué valores defienden? Es también importante saber de qué tipo de evaluación hablamos, por supuesto y no podemos desdeñar la preocupación de que se haga con rigor. Pero, lo que es verdaderamente decisivo, pues, es saber qué pretende, qué busca, qué trata de conseguir. Cuando hablamos de hacer evaluación, nos hemos de preguntar en primer lugar: ¿para qué?
Hay finalidades pedagógicamente ricas de la evaluación (dialogar, comprender, aprender, mejorar, estimular...) y otras que son pedagógicamente pobres (controlar, clasificar, seleccionar, comprobar, medir, premiar o castigar...). Hay otras, finalmente, que son abiertamente perversas (excluir, jerarquizar, amenazar, torturar...). Se me dirá que, en cualquier caso, la finalidad es mejorar la práctica. Pero hay modalidades de evaluación que solo conseguirían la mejora de la práctica gracias a un milagro, es decir, a un fenómeno inexplicable, irracional. Y hay modalidades abiertamente inmorales. La evaluación jerárquica e impuesta tiene virtualidades controladoras, pero casi nunca obtiene la mejora. Explicaré por qué.
En primer lugar porque el evaluado suele artificializar el comportamiento con el fin de conseguir una buena evaluación por parte de la autoridad evaluadora. Hace unos años se puso en marcha en un Colegio de Barcelona un proceso de evaluación externa del profesorado. Había en ese Colegio un docente muy “vanguardista” (en cuanto entraba en clase se ponía a leer el periódico La Vanguardia). Pues bien, durante todo el tiempo que duró la evaluación dejó de ser “vanguardista”. Y el mismo día que terminó la evaluación volvió a serlo. Lo que pretendía ese profesor era dar una buena imagen al evaluador, no mejorar su práctica.
En segundo lugar, suele generar resistencias, algunas cargadas de lógica. Si se considera tan buena la evaluación, ¿por qué no se comienza evaluando a las autoridades que la imponen? ¿Quién evalúa a los evaluadores y evaluadoras?
En tercer lugar, existe el convencimiento de que si de los resultados de la evaluación se derivan exigencias que interpelan a quienes gobiernan, esas no serán tenidas en cuenta. Se pondrá todo el énfasis en las exigencias que hay que plantear al evaluado. Es una evaluación de naturaleza descendente, no ascendente.
En cuarto lugar, se suelen formular reticencias sobre el contenido del informe. “Nosotros sabemos muy bien lo que sucede aquí...”, “En tan poco tiempo no pueden conocer los evaluadores lo que hacemos:..”, “Se han equivocado al hacer interpretaciones...”, “No se puede evaluar con rigor aplicando cuestionarios...”, “no se han triangulado las informaciones procedentes de distintos métodos ni de distintos sujetos...”.
Diferentes discursos. En quinto lugar, es frecuente que se crucen, sobre ella, dos discursos no solamente alejados entre sí, sino contradictorios. Por una parte se habla de una evaluación de procesos, encaminada a la mejora, participativa, negociada, dialogante, cualitativa... Y la realidad nos habla muchas veces de una evaluación autoritaria, impuesta, no dialogada y encaminada al control...
La prueba más clara de que es autoritaria es que no se suele negociar lo que es sustancial: si se hace, quién la hace, qué finalidad tiene, cómo se hace, cuándo y cómo se hace...
En sexto lugar, se formulan a través de ella comparaciones que suelen ser injustas e irracionales. No se puede comparar lo que es incomparable. Las circunstancias de cada docente son tan diversas que cualquier comparación resulta gratuita y contraproducente.
En séptimo lugar, genera temor, más que reflexión, miedo más que estímulo, desconfianza más que entusiasmo. Sería muy interesante que los evaluadores pensasen en el clima que se genera con este tipo de evaluaciones.
Una buena parte de lo que le sucede a cada profesor depende de las condiciones en las que trabaja. Habría que empezar por mejorarlas. El número de alumnos y alumnas por aula suele ser excesivo, las horas de trabajo del docente suelen ser abusivas, las condiciones salariales suelen ser manifiestamente mejorables...
La evaluación tiene poder. Resulta imprescindible, desde el rigor y desde la ética, reflexionar sobre cómo se maneja ese poder. Es decir si se emplea para comprender, animar y mejorar o si se utiliza para controlar, asustar y castigar al profesorado.
Cuando la evaluación se inicia y se realiza desde el poder es preciso pensar si se está haciendo un buen uso de la autoridad. La palabra autoridad proviene del verbo latino auctor, augere, que significa hacer crecer. Tiene autoridad aquella persona que ayuda a crecer. La que silencia, controla, castiga y reprende tendrá poder, pero no tiene autoridad. El perro controla el rebaño, pero el rebaño no le sigue.
Es cierto que no da igual hacerlo bien que hacerlo mal. No estoy en contra de la evaluación del profesorado. Estoy en contra de una evaluación que se utiliza como un arma contra ellos. Estoy en contra de una evaluación que atemoriza, que no estimula.
Procesos y resultados. Me parece también importante que la evaluación se haga técnicamente bien. Que atienda procesos y no solo a resultados, que esté contextualizada, que de voz a los participante en condiciones de libertad, que se exprese en un lenguaje inteligible, que atienda a los valores, que se comprometa con los valores de una sociedad democrática, que sea honesta, que sea dialogante, que use métodos diversos y sensibles, que se encamine a la mejora... En definitiva, que sea educativa. Es decir que eduque al que la hace y al que la recibe.
Yo le doy mucho peso a la negociación inicial, de proceso y final. Hay que negociar al inicio la finalidad, el proceso y las condiciones. Pero la negociación no se hace de una vez por todas. Pueden suceder hechos que obligan a modificar los acuerdos. Negociar el informe resulta imprescindible. Porque el informe es una perspectiva sobre lo que se ha evaluado, pero no es la única. No es infalible. Nadie puede poner el veto a parte o a la totalidad del informe pero, si después de analizado, no se llega al acuerdo, el evaluador debe incorporar literalmente al informe las discrepancias de los evaluados. Negar el veto defiende los intereses de la evaluación. Incorporar obligatoriamente las discrepancias defiende los intereses de los evaluados y evaluadas.
La negociación tiene que ver con el sentido ético y democrático de las evaluaciones. Tiene que ver también con el rigor. Y, sobre todo, con su capacidad de transformar las prácticas. Si alguien entiende la evaluación como un mero ejercicio de control, es probable que pretenda pasar por ella defendiéndose más que comprometiéndose.
Artículo del blog El Ardave.