Al menos dos lecciones/moralejas/conclusiones (tache lo que no corresponda) nos deja la muerte de John Forbes Nash, el premio Nobel de Economía de 1994 cuya vida y enfermedad fueron retratadas por el cine de Hollywood en Una mente brillante (dirigida por Ron Howard, cuatro Oscar). Por un lado, la lucha del hombre contra sus fantasmas: sufría de una grave esquizofrenia paranoide que lo hacía imaginar conspiraciones, lo que lo llevó a insólitas e interminables giras por países europeos donde pedía ser considerado con las prerrogativas de un refugiado político en medio de la Guerra Fría porque, sostenía, lo buscaban las autoridades de Estados Unidos para asesinarlo. Tenía una coartada ya que había trabajado para la Defensa de su país en el área de análisis matemático para la encriptación de mensajes (como Alan Turing, otro célebre atormentado científico que ayudó, él sí, nada menos que a ganar la Segunda Guerra Mundial, como se ve en otro film, más reciente, Enigma).
Aunque Nash ya había sufrido episodios delirantes desde su infancia (nació en 1928), con un inseparable pero invisible amigo, sus peores ataques fueron simultáneos al embarazo de su mujer, la salvadoreña Alicia Larde. Lo insólito es que a fines de los años 50 algunos de los médicos creían que todo se solucionaría cuando naciera el niño. Cuenta Sylvia Nasar, la biógrafa de Nash, que “era el pico del período freudiano y ese tipo de cosas se explicaban como envidia del feto”.
Lo cierto es que el propio Nash, científico aferrado a la evidencia, prefirió interpretaciones materialistas y, luego de recuperado, pasó buena parte de sus últimos años, sobre todo tras la película (con la cual no estaba del todo contento, por las hipérboles y omisiones), en campañas contra la discriminación a los enfermos mentales en todo foro que lo tuviera como orador. “Los avances de la ciencia ayudarán a disminuir el estigma de estas enfermedades, algo que ya ocurrió con otros males como las úlceras de estómago que se pensaba que eran psicosomáticas y luego se descubrió que era una bacteria que se trata con antibióticos”, dijo en alguna oportunidad.
Para el médico y jefe de contenidos del portal Intramed, Daniel Flichtentrei, “la extensa mitología que circula acerca de las enfermedades mentales no sólo es falsa sino que refuerza el estigma y entorpece la atención de los enfermos”. Y agrega que “existe una tonta idolatría de la locura que procede del desconocimiento y del dualismo más ingenuo. Ya se sabe, un mito es mucho más poderoso que una verdad. Sin embargo alguien debe decir aquello que contradice nuestras creencias cuando ocasionan daño”.
El proceso que llevó a Nash a la curación es posiblemente un misterio que haya muerto también en ese taxi que chocó en Nueva Jersey y con esa pareja de ancianos que no se colocó los cinturones de seguridad (Nash murió junto a su mujer el pasado 23 de mayo).
La hipótesis de la película es que nunca dejó de ser un esquizofrénico y que a la pomposa entrega del Nobel acudió acompañado por sus amigos imaginarios, con quienes sostenía un diálogo permanente. Quizás, en su inteligencia, Nash haya podido manejar las dos realidades, es decir, la realidad-real para las mayorías humanas y la realidad-imaginaria que su portentoso cerebro le regalaba. Y que haya logrado no mezclarlas. Es una posibilidad.
Entonces acá llega la segunda parte de las lecciones de la vida y muerte de Nash: la pregunta por la utilidad evolutiva de las enfermedades mentales. Como se dijo algunas vez, nada en biología tiene sentido si no es a la luz de la evolución. Por lo tanto, cabe preguntarse por qué gravísimas disfunciones —como en este caso, la esquizofrenia— han perdurado.
Una explicación, tentativa, podría indicar que los casos más incapacitantes de este y otro tipo de males cerebrales (como el síndrome bipolar) no son sino puntos extremos de la forma normal que tiene el principal órgano humano de funcionar: imaginando patrones, suponiendo acciones futuras, dialogando en secreto con otros para prever escenarios. Hay un punto en que todo eso es, digamos, sano (estadistas, escritores, arqueros de fútbol) y otro en que se transforma en patológico. Pero no por eso es lícito creer, por lo menos a juzgar por la evidencia que hay hasta el momento, que a más genialidad más locura, o que todo esquizofrénico (alrededor del 1% de la población) esconde un premio Nobel (0,0000000001% de la población). “La mayoría de las personas con enfermedades mentales no son inusualmente creativas y la mayoría de las personas creativas no son enfermos mentales. La locura no libera de nada, muy por el contrario, es una cárcel feroz que encadena la existencia, oscurece la razón, mutila el talento y nos aísla de los otros. Ni el genio ni la rebeldía son producto de la enfermedad, sino de la salud”, completa Daniel Flichtentrei.
Y una última acotación: se ha escuchado a mucha gente un poco airada por la forma en que se lo recordó a Nash tras su muerte, muy ligado a la película y el papel del neocelandés-australiano Russell Crowe en nueve de cada diez titulares de la prensa (incluso en el comienzo mismo de esta nota). Pero, ¿se habría difundido tanto la teoría de juegos en estos días si no hubiera existido Una mente brillante? ¿Alguien recuerda (no vale googlear) qué hicieron y cómo murieron William Vickrey y Ralph Steinmann, por ejemplo?
La Academia que otorga el premio Nobel de economía (dado que no existe el de matemática) decidió que la edición de 1994 fuera para John Forbes Nash por un artículo escrito en 1949 —cuando el galardonado tenía sólo 21 años y era un tímido y a la vez soberbio muchacho— que constaba de 27 páginas. Por su juventud y luminosidad se lo llegó a catalogar como el nuevo joven Gauss, el niño prodigio de las matemáticas alemanas de finales del siglo XVIII, justo antes de entrar en la noche de su enfermedad que lo alejó durante décadas del trabajo metódico. De todos modos, ¿había inventado allí, en ese artículo, la teoría de juegos? En realidad, no. Lo que hizo fue desarrollar y enriquecer la disciplina que habían inventado el húngaro cibernético John von Neumann y Oskar Morgenstern. La teoría dice que alguna parte del intercambio entre los seres humanos puede ser reducido a un esquema, digamos, lúdico, en el que cada uno no actúa de forma racional y con pleno conocimiento de todas las circunstancias (como en la teoría económica liberal) sino que lo hace en función de las expectativas de actuación de los demás. El ejemplo más popular tiene que ver con el dilema del prisionero en el que dos amigos son encarcelados en celdas separadas: si ambos acusan al otro, quedan entre rejas cinco años; si no dicen nada, van a la cárcel un año. Pero, y he aquí lo central del dilema, si uno acusa al otro y el otro no, el acusador sale libre y el acusado queda adentro tres años. ¿Cuál es la acción ideal? Lo bueno es que no hay una respuesta, sino que depende.
Simple como se ve en el ejemplo, el asunto adquiere cualidades matemáticas complejas y el aporte de Nash tiene que ver con una situación de equilibrio en la que todos ganen lo máximo posible en una situación dada (siempre que no sea de las del tipo de “suma cero” en la que unos ganan lo que otros pierden) y posibilitó extender la teoría a un gran número de campos. Lo interesante, además, es que, así, Nash combatió la idea de la mano invisible del mercado de Adam Smith, sin necesidad de introducir el materialismo histórico.