En abril de 1985 cubrí el inicio del juicio a las juntas militares en la Cámara Nacional de Apelaciones en lo criminal de Buenos Aires. Al frente de los enjuiciados, por orden del entonces presidente Raúl Alfonsín, apareció Jorge Rafael Videla. Su mirada era adusta, desafiante. Como si pensara que se trataba sólo de una parodia de juicio que terminaría en la nada o que sería rescatado por sus camaradas de armas que no tolerarían tamaña “injusticia”. El poder omnímodo que durante años se arrogó la potestad de decidir quién vivía y quién moría en este país estaba ahora en el banquillo de los acusados.
La sala donde se desarrollaron las primeras audiencias era muy pequeña, con poco público pero muchos periodistas, una gran cantidad del extranjero. Se respiraba un aire de cierto temor. Ni los testigos que relataban los horrores del cautiverio y la tortura, ni el público, e incluso los periodistas, sentían seguridad en un ámbito donde se recreaba el terror que había vivido el país.
Videla no estaba tan equivocado con su mirada envalentonada durante las audiencias. Los levantamientos militares carapintadas que se sucedieron después del fallo condenatorio a reclusión perpetua tuvieron la intención de terminar con los juicios y las responsabilidades por la masacre ocurrida.
Su figura representó la consagración del mal y la obsesión por la lucha contra lo que tantas veces mencionó: la ideología marxista gramsciana. (Antonio Gramsci, 1891-1937). En esa fobia basó Videla la barbarie represiva ilegal y sangrienta, el robo de bebés y el saqueo de los bienes de los secuestrados.
Videla logró el desprecio y aislamiento de las democracias del mundo e hizo conocido en todo el planeta el vocablo “desaparecidos”, que ya no hace falta traducirlo a ningún idioma. Es un ícono de la Argentina, como el tango.
En 1979, en la cumbre del poder, Videla explicó en una conferencia de prensa tras la visita de la Comisión de Derechos Humanos de la OEA cuál era la situación de las personas de todos los ámbitos de la sociedad que estaban siendo secuestradas. “El desaparecido -dijo- en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Era la confesión de lo que por entonces se iba conociendo: un genocidio, cuyos objetivos eran obreros, estudiantes, profesionales, empresarios y los integrantes de los grupos armados.
“Desaparecidos, desaparecidos, déjeme ver. ¿Eran a esos que tiraban desde los aviones en la Argentina, verdad?”. La pregunta la formuló un bibliotecario alemán en un instituto iberoamericano cuando un investigador le pidió material sobre los desaparecidos y la represión en el país. Esa palabra comenzaba a ser uno de los sellos de identificación nacional en el exterior.
Videla, con la excusa de combatir el terror e imponer su execrable pensamiento, convirtió al propio Estado argentino en terrorista. Otros países, como Italia, adoptaron la ley y la Constitución para erradicar a grupos violentos, como las Brigadas Rojas que habían secuestrado y asesinado a Aldo Moro en 1978.
El juicio a las juntas militares de 1985 fue histórico. Nunca antes habían tenido que dar cuenta de sus actos los integrantes del grupo faccioso que venía asolando y derrocando a voluntad, con la complicidad civil en muchos casos, a distintos gobiernos democráticos desde 1930.
El golpe que encabezó Videla fue la expresión más brutal y delirante de la historia argentina, pero por suerte la última.