"Sólo el amor alumbra lo que perdura, debes amar la hora de los intentos, la hora que nunca brilla. Sólo el amor engendra la maravilla y consigue encender lo muerto, sólo el amor convierte en milagro el barro". Con esa letra y el rasguido de una guitarra, un grupo de colaboradoras del padre Edgardo Montaldo despidió ayer al cura, entre los más queridos de la ciudad, y rindió homenaje a lo que todos definieron como su "espíritu incansable". El sacerdote, que falleció anteayer, justo en la Navidad, fue velado en el comedor de la Escuela 1.027, uno de los enclaves del barrio Ludueña donde fatigó sus días durante 47 años hasta que su cuerpo, deteriorado por la "poca atención" que le prestaba, lo obligó a bajar los decibeles en el Hogar Español. La humilde barriada en pleno le fue a decir adiós, así como referentes de organizaciones con las que supo trabajar codo a codo. El gobernador Miguel Lifschitz y la intendenta Mónica Fein no faltaron a la despedida y lo recordaron con admiración (ver aparte).
Hacía un tiempo ya que el padre Montaldo —o Edgardo, a secas, como pedía que lo llamaran— iba poco a Ludueña por problemas de salud. Una de sus colaboradoras más cercanas, Mari Suárez, solía pasar a buscarlo por el hogar de zona sur para llevarlo de visita al barrio donde durante casi medio siglo "no paró de inventar proyectos".
Mari conoció al cura cuando tenía 17 años y nunca dejó de trabajar junto a él. "Los primeros recorridos fueron por el lado de la Teología de la Liberación para tratar de replicar el trabajo de las comunidades eclesiales de base, pero después nos fuimos enganchando con distintos proyectos", dijo la mujer, "mano derecha" del cura en un cúmulo de iniciativas sociales.
"Es que él sentía una permanente necesidad de inventar caminos, primero para tratar de construir una Iglesia horizontal y comprometida con la opción por los pobres, y después en una multiplicidad de dispositivos y recorridos, y como referente de muchas organizaciones que apostamos por una sociedad con lugar para todos", aseguró.
Prueba de ese trabajo horizontal y mancomunado con otras instituciones fue la presencia, ayer, de gente de muy diversas procedencias en el velorio: cientos de vecinos, líderes religiosos (incluso de otros credos), docentes, trabajadores de los centros de salud del barrio, alumnos y ex alumnos de la escuela Luisa Mora de Olguín, integrantes de la Orquesta de Barrio Ludueña, políticos y militantes sociales. Y mucha gente que simplemente apoyó o se sintió sensibilizada por la obra de Montaldo.
"Llevo mil años en el barrio y lo conozco a Edgardo de toda la vida", dijo Graciela Culana (65), una de las vecinas que se acercó a la modesta capilla ardiente montada en el mismísimo comedor de la escuela de Humberto Primo y Camilo Aldao, a cuyas puertas, en el patio escolar, corrían el mate y los recuerdos y se escapaban algunas lágrimas.
Culana definió al cura como "una persona excelente, que hacía todo con el alma y por los demás".
La misma semblanza se repitió en otras voces. "Fue un muy buen tipo, que se pasó la vida ayudando a la gente", dijo el mucamo del centro de salud municipal Roque Coulin, Sergio Altamirano, mientras su compañero Rodrigo Tellio rescató que Montaldo, "un hombre muy especial y al que se va a extrañar, siempre trabajó con los chicos y por la inclusión".
La jefa del centro de salud Ramón Carrillo, Romina Bustos, rescató la "amplitud" y el "espíritu íntegro" del cura, "que siempre tiraba para adelante".
Montaldo "realmente pensaba al sujeto desde una concepción integral de la salud, en todas sus dimensiones", señaló la trabajadora social, convencida de que el cura, "con sus propuestas valientes y locas, y con sus propio accionar como ejemplo, ayudaba a pensar diferente".
Otro que se llegó para decir adiós a un amigo fue Víctor Viberti, un pastor evangélico con ministerio en el también castigado barrio Santa Lucía. El religioso recordó que conoció a Montaldo en una lucha de trabajadores desocupados y destacó la predisposición del cura al "diálogo ecuménico".
Amigo de los pibes
Un poco más allá, menudito y solo, mirando fijamente (desde lejos) el cajón, Luciano Lencina también fue a despedir al padre Edgardo. Con sólo 13 años, el ex alumno de la escuela lo recordó como alguien que "siempre" lo "ayudó", que le "dio cosas" y lo escuchó. "El nunca me dejó", fue la sugestiva frase que pronunció el pibe.
Mientras los vecinos entraban y salían por el portón de Humberto Primo, un grupo de colaboradoras sumó la guitarra al mate y le puso aún más emotividad a la despedida del padre Edgardo, alma del barrio Ludueña, inolvidable fabricante de utopías.
Por la tarde los restos del sacerdote fueron llevados al panteón salesiano del cementerio La Piedad.
Luego, dijeron sus colaboradores más cercanos, procurarán que se cumpla su "voluntad" de "ser sepultado en tierra, como cualquier vecino". Humilde hasta el final.
"Sentía una permanente necesidad de inventar caminos hacia una
sociedad que tuviera lugar para todos"