—¿Qué expectativa nota en la sociedad respecto del Bicentenario?
Por Matías Loja
—¿Qué expectativa nota en la sociedad respecto del Bicentenario?
—Lo que veo tiene mucha ambigüedad. Por un lado, la Argentina tiene la particularidad de tener dos grandes acontecimientos: la Revolución de Mayo de 1810 y el Congreso de Tucumán de 1816. Y en este momento al hacer los bicentenarios se muestran con bastante indiferencia. El diario La Nación decía hace unos meses un tanto preocupado que no encontraba un clima de expectativa popular respecto de este Bicentenario. Pero tampoco lo había antes del 25 de mayo de 2010. O por lo menos no era fácil de prever que se confluyera finalmente en ese gran festejo multitudinario. Por otro lado, hay una incógnita muy interesante a propósito de la independencia, porque con el significante que tuvo en 1816 podríamos estar bastante de acuerdo. Pero qué implica eso hoy, cuál es la forma de relación con el mundo, qué establece ese legado de la independencia. Es ahí donde hay una importante confusión o sensación de vacío de sentido.
—¿Dónde habría que hacer hincapié al hablar de independencia?
—Algo que es clave es la soberanía política y económica como elementos centrales. Desde que se conforman los Estados nacionales y declaran su independencia, y sabiendo que el capitalismo tiende a la internacionalización de las relaciones económicas, lo que se llamó la globalización. Siempre hay una tensión entre lo nacional y la relación con el mundo. Esta tensión no se puede resolver de manera drástica, porque sería trazar una muralla china de pura autonomía, cosa que es imposible. Pero sí mantener ciertas autonomías, zonas de decisión propias. Esa sería la intención. La posibilidad de controlar los procesos de desarrollo políticos y económicos, desde un sujeto político que es nacional y popular es lo más interesante que se puede alcanzar. Sobre todo en el contexto latinoamericano. En la Guerra de la Triple Alianza, donde las potencias se unen en contra de Paraguay y del mariscal Francisco Solano López, lo que argumentaban es que Paraguay se quería cerrar sobre sí mismo y transformarse en una China en el corazón de América. Y en lo más mínimo era eso, Paraguay lo que quería era controlar su proceso de desarrollo capitalista, de integración con el mundo y de constitución política. El problema es que muchas veces las fuerzas del capitalismo internacional y de los grandes imperios lo que pretenden es impedir que estas autonomías puedan ser tales. Lógicas de autonomía que nunca son plenas, pero que buscan manejar ciertos márgenes de soberanía. También está el debate de qué es "estar en el mundo". Un grandísimo tema para todo proyecto emancipatorio siempre tiene como gran cuestión su forma de estar en el mundo, su necesidad de pactar con lógicas del desarrollo capitalista y la globalización. Hace poco, en la Casa Nacional del Bicentenario un artista presentó un proyecto interesante, que era tapiar la puerta y ventanas de la Casa de Tucumán con ladrillos de diarios, intentando dar la construcción de sentido de que estos diarios atentaron contra la independencia. Y pensaba al mismo tiempo en esa canción que cantamos en la escuela que decía "para hacer una muralla tráiganme todas las manos". Aparece ahí un proyecto emancipatorio quiere hacer murallas respecto de un mundo que le es hostil, básicamente las grandes potencias. Aprendimos que eso es imposible y no tiene ningún sentido. Ahora, de lo que se trata es de un equilibrio que es el que en esta última década América latina intentó mantener y que finalmente está en un momento de reflujo.
—¿Sigue siendo para los chicos y adolescentes la escuela el mejor lugar de transmisión de la historia y sus debates?
—La escuela sigue ocupando un lugar fundamental que quizás no está entre lo más destacado ni produce los enunciados más ricos e interesantes. Pero lo que tiene la escuela de notable es que es permanente, constante, un trabajo que nunca ha dejado de intentar una marca a propósito de esta transmisión. Los 9 de julio, como las grandes fechas, tienen una llegada y una capacidad de transmisión que muchas veces se da también en los grandes desfiles, concentraciones de masas o actos populares, que producen un impacto en la imaginación de la sociedad y las nuevas generaciones. De todas maneras el trabajo de la escuela ahí es clave. Porque el 9 de julio y todas las fechas patrias tienden a ser tomadas por el pintoresquismo que, la mayor parte de las veces, le quita todo riesgo político. Y que efectivamente fueron tomadas por el riesgo político de situaciones de desacuerdo, donde había mucho peligro. La revolución de Mayo y las revoluciones en América entera estaban en riesgo. José María Ramos Mejía señala en su libro "Las multitudes argentinas" que ese fue el año terrible de la emancipación americana. Parecía que terminaban y no tenían salida. San Martín gobernaba tan sólo la provincia de Cuyo y la posibilidad de pensar que pudiera ser cierto el cruce de los Andes era bastante inverosímil. Bolívar no era quien fue después, estaba refugiado en Haití viendo cómo iba a conseguir su intento revolucionario. En Chile habían ganado nuevamente los realistas. Muchas veces el pintoresco que se hace de estas fechas le quita todo el riesgo y las transforma en una suerte de mancomunión muy vacua. Como si la historia estuviera exenta de los debates políticos, como si no estuviera hecha sobre la base de los desacuerdos y del conflicto. Lo que pasa es que hay un intento de construir que vivir en común es pura homogeneidad y acuerdo. Cuando vivir en común es hacerlo exponiendo sin miedo esos desacuerdos que hacen rica la vida pública.
—¿Cómo analiza el vínculo de las distintas generaciones con los símbolos patrios?
—Los símbolos patrios están tomados por la historia y su devenir. Cuando era estudiante secundario había una canción de Sumo que decía "yo quiero a mi bandera, planchadita, planchadita, planchadita". Y otro tema Luca decía: "No vayas a la escuela porque San Martín te espera". Había algo de enojo con esos símbolos patrios, que para las nuevas generaciones habían sido malversados por la última dictadura militar. Ahí hay un gran tema: cuando un gobierno defiende intereses que nada tienen que ver con lo nacional y lo democrático se apropian de los símbolos e intentan dar una definición que es entre pintoresca y elitista. Y producen un enorme cansancio con esos símbolos en buena parte de la sociedad, que se los quiere sacar de encima. Lo que es un problema, porque lo más interesante es que todas las generaciones nos podamos hacer cargo de los símbolos, sumándole un cierto grado de complejidad. Hoy lo más interesante es pensar que los símbolos patrios están ligados a una historia que es la de nuestro continente. Eso me parece importante y más en un contexto geopolítico como el que estamos viviendo hoy.