Como si se tratara de un virus, la palabra inclusión se expande por todos lados, recubre todos los cuerpos, penetra en todas las instituciones, formatea todas las prácticas y se cree inmortal. Por un lado, existe una variedad inclasificable de programas, iniciativas, políticas, cursos, seminarios, departamentos, eventos, exposiciones, doctorados y maestrías que usan esa denominación, y hasta una revista que no escatima esfuerzos y se hace llamar Revista Latinoamericana de Inclusión Educativa. Por el otro, inclusión se relaciona con diversidad, integración, discriminación, acceso, equidad, desigualdad, necesidades educativas especiales, y pedagogía de la diferencia.
Cualquier cibernauta amateur encuentra sin dificultad lo siguiente: gastronomía inclusiva, deporte inclusivo, teatro inclusivo, danza inclusiva, medicina inclusiva, sexo inclusivo, lenguaje inclusivo, negocios inclusivos, diseño inclusivo, arte inclusivo, ocio inclusivo, moda inclusiva, cine inclusivo, enseñanza inclusiva, espiritualidad inclusiva; incluso, poesía inclusiva. Algunos envalentonados afirman que se trata de un “derecho humano”. Los empresarios se suman a la ola inclusiva y se convierten en “comunistas liberales”, como es evidente en el caso del exitoso jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires.
Sobre la educación. Pero, ¿qué sucede cuando la inclusión es educativa o la educación es inclusiva? La Unesco nos advierte —con su habitual clarividencia— que se practica especialmente sobre grupos vulnerables y marginales y que se propone desarrollar el potencial de cada individuo. Por otra parte, afirma que el fin primordial es acabar con todas las formas de discriminación y promover la cohesión social. Los más informados afirman que la expresión tomó fuerza en Tailandia en los 90.
Tengo para mí que la inclusión educativa es una variedad de la zamba cuya copla principal dice lo siguiente: “Yo nunca te dejaré en la puerta de la escuela...¡adentro!” Linda y pegadiza, es, básicamente, inofensiva. Emparentada con el culto reciente a lo “all inclusive”, llegamos al punto en el que no quiere decir nada.
Tuve el privilegio de ir a cuatro escuelas secundarias (una privada y tres públicas), y si bien había chicos humildes no había pobres. Los historiadores y sociólogos de la educación nos recuerdan que la escuela secundaria se creó para los hijos de los ya educados, los herederos. Pública y/o privada, elitista y discriminatoria, durante muchos años se las ingenió para evitar la chusma.
Recientemente, a partir de la implementación de leyes y ayudas (obligatoriedad y asignación universal per Child) existe cierto acuerdo generalizado alrededor de la siguiente idea: mejor que los pobres estén adentro de las escuelas. Dejar entrar al que está afuera y darle más al que tiene menos parecen ser actos de justicia distributiva. Si bien esa práctica tiene sus bemoles, es mejor dar algo que no dar nada. ¿No es cierto? Es mejor dar algo que sustraer.
Si bien algunos sospechan de la legitimidad de ese gesto (y proponen otro camino más directo sin tantos intermediarios, algo así como un nuevo mandamiento del tipo “No tomarás la parte educativa de los que no tienen parte”) hay que estar realmente desquiciado para oponerse a la inclusión.
Lo que no todos saben es que la Zamba de la inclusión está siendo experimentada por muchísimos docentes de escuela secundaria como una invasión.
"Los invasores”. Se entiende más y mejor lo que allí sucede si se vuelve a ver Los Invasores, aquella incómoda serie de nuestra infancia cuyo personaje principal era David Vincent o aquella película eficaz, recientemente versionada —La Guerra de los Mundos— donde resulta evidente que no se trata del terror a los marcianos (que no los hay, no los hay) sino de extraños que se acercan demasiado. Cuando el profesor de turno afirma “a mí nadie me preparó para esto”, si descartamos la falta de preparación crónica que caracteriza a aquel que ha decidido trabajar con otros, no falta a la verdad. El deseo de que esos prójimos —otrora distantes— se evaporen es mucho más poderoso de lo que estamos dispuestos a reconocer y se combina con la figura del profesor como testigo impotente.
Hace unos días, luego de palestrar acerca de la desigualdad en un multitudinario congreso en la provincia de Santa Fe, fui interceptado por un puñado de inquietas docentes de escuela media que, treinta minutos después de iniciada la conversación, manifestaron su desconcierto aparentemente causado por el abismo que media entre los principios y las prácticas. El guión es conocido. Si el profesor es un poco carcamán dirá que “no se puede, que no sabemos qué hacer, que a mí nadie me preparó para esto, que adónde están los padres, que los pibes ya no son los mismos, que no vienen como antes, que se perdió la autoridad, que no hay esfuerzo”, etc. Si el profesor es un militante comprometido dirá que es menester “considerar la injusticia, la desigualdad de origen, la diferencia de oportunidades, el abandono estatal, el neoliberalismo”, etcétera.
Como el deseo de exterminio de los invasores (me refiero a los cientos de miles de jóvenes que entran a las escuelas sin ser herederos) ha pasado a formar parte del listado de actitudes prohibidas por el nunca tan ejemplar Inadi, poco se sabe a dónde va a parar, qué nuevas formas avizora y sobre qué cuerpos se posa. Sea como sea, ni al más ingenuo de los ingenuos se le ocurre pensar que el simple hecho de incluir el malestar que generan los invasores en un reglamento de convivencia (ignorando la dificultad manifiesta de reunir esas dos palabras) implica su extinción. Si uno se arma de paciencia, es fácil discernir el rechazo y/o el desprecio —legítimo o ilegítimo según la dosis de padecimiento tolerable y las preferencias políticas— hacia la turba ineducada que se niega a ser escolarizada. Como es sabido, siempre que hay muchos (no importa de qué multitud estemos hablando) hay un desprecio disponible. Pero vayamos a las soluciones para aquellos que han estado por siempre relegados, esperando, y ahora están dentro de la escuela.
Soluciones. Una solución es la que propuso Martín Caparrós quien escribió un texto corto y áspero en el que propone que sea obligatorio que los hijos de los funcionarios del Ministerio de Educación vayan a las escuelas públicas. Supongo que cree que sólo si les hacemos probar una buena dosis de la descomposición de la escuela pública, sus padres podrán dedicarse de lleno a mejorarla. Otra, levemente distinta, es la de Andrés Wood, el cineasta chileno que filmó Machuca. Esa bella película de ciencia ficción, promete incluir a los pobres donde sólo hay vacantes para ricos. En una hermosa pero improbable escena, una madre cool, disgustada con el director progresista que compulsivamente ha decidido incluir en la escuela para ricos a un conjunto heterónomo de pobres, se pregunta lo siguiente: “¿Cuál es el sentido de mezclar peras con manzanas?” Una tercera solución es la que acaba de exponer recientemente el sociólogo francés Françoise Dubet al proponer “un principio de reconocimiento”, que no es otra cosa que decir “entrá y vemos”, “pasá y luego vemos”.
Uno de los problemas menos explorados alrededor de la consecuencias inesperadas de la inclusión educativa en la escuela secundaria es que, en cierta medida, inclusión para “los pibes” puede querer significar exclusión para “los profesores”. ¿De dónde extraemos tamaña creencia? Simple. Las escuelas secundarias las hacen los profesores. Los pibes crecen y se van. La enseñanza queda. Si, como bien sabían los clásicos de la educación, somos en buena medida el resultado de lo que hemos conseguido hacer con lo que nos ha sido enseñado, si no incluimos a los profesores, la economía del dar y recibir se vuelve patrimonio de nadie o del consumo y su desamor generalizado.
Reconocimiento. Por último, como bien saben los cientos de miles de asistentes sociales y docentes que trabajan en escuelas para pobres, la inclusión tiene algún efecto cuando se le pide algo al destinatario. Sin mezcla, conexión y reciprocidad no hay inclusión. La perorata bienintencionada que promete desarrollar la potencialidad de las personas va demasiado rápido. Contra esa ingenua e ilusa fantasía de liberar lo que está en potencia en cada joven que se disponga a ponerle actitud a su propia vida desafortunada, y contra la dádiva, la compasión o la consideración, sabemos que los postergados de siempre pasan a la arena pública cuando se los tiene en cuenta, es decir, se los reconoce como semejantes, seres capaces de dar antes que de recibir. ¿Qué tienen para darnos los estudiantes pobres de este mundo? ¿Qué les pedimos? De ese modo, si encontramos algunas respuestas para esas preguntas, tal vez podríamos imprimirle a la idea de inclusión un poco de oxígeno e intrepidez. Más que Zamba, una chacarera o un Rock & Roll. Eso mismo es lo que propongo, eso y una asignación universal por profesor. ¿Cómo lo ven?