Casi nunca sucede lo que esperamos. Si algo nos define, son las grandes expectativas. Todos somos aquel niño que lucía para genio en la primaria y quedó trunco el primer año de medicina, tomando remedios el resto del viaje, no sólo en la carrera sino por todo el campeonato.
¿Quién no cree, acaso, que no tiene oculto, ahora mismo, el talento de un pequeño Amadeus de siete? ¿Alguno de ustedes se ha resignado a no escribir otra versión de El Aleph? ¿A no engordarlo? Pues yo no, claro. No puedo hacerlo, pero me gusta pensar que no lo haré porque no me da la gana o me falta tiempo. Talento es lo que me sobra, es que a veces no me inspiro y además, ¡quiero tanto al viejo!
A menudo somos un Pecúchet de Flaubert perdido en un tiempo irrecobrable de Proust. ¿No te pasa los domingos a las siete de la tarde? Renata dice que eso es ser esplinático y que ella es así, esplinática, que viene de esplín, melancolía, y no tiene nada que ver con un estornudo a causa del hollín.
—No —dice ella—, el esplín no es una melancolía ciclotímica ni una enfermedad clínica, es la certeza adquirida de que hagas lo que hagas, el futuro es humo y decepción. Chéjov... —es Turguéniev, pero no la corrijo porque todavía no estoy despierto. Entonces agrega:
—Eso no te deja ver los premios. Y no es que seamos tristes, ni aburridos. Al contrario, somos juguetones, de pensamiento y con las manos. Somos un grupo de siete amigos que vamos al hotel Ideal a jugar al ajedrez en las piezas, por turnos de dos horas. Hay de todo en esa casa: peones, reinas y libros de Fabricio.
-—No se puede jugar al ajedrez de siete.
—¿Quién dice...? El que pierde, ayuda a Matilde a lavar el patio. Peor es limpiar las piezas. Y contentos.
—¿Hiciste el café?— es el momento en que la toco con mi mano en el brazo y que tanto la enoja. Soy tan posesivo, que además de mis latiguillos al hablar, la toco con el brazo en su brazo como si le empujase el sentido. Justamente a ella, a Renata, que entiende todo. Entonces lava una taza y sigue con su ensayo:
—Tampoco somos oscuros o nihilistas. Ni ahí la vamos con la pose resentida de insultar todo. Nada de metáforas de mierda. Al contrario, no creemos que vaya a suceder lo que esperamos, pero luchamos por todo. Tenemos la vitalidad del agonista en el intervalo lúcido.
—Una especie de rehenes con síndrome de Estocolmo —digo yo—, a veces pienso que nos quedó de tanto jugar quién aguantaba más debajo del agua, de pibes, en la Pelopincho.
—Tampoco es que seamos jodidos. Es más, alentamos el entusiasmo de los que van a pasar unos días a Miami. ¡Qué puede haber mejor que la playa en invierno!
—Con lo que me gusta leer en la playa —digo—. Miami es justo para leer El dinero es la sangre del pobre.
—¿Qué es?
—La novelita de León Bloy. Miami es un lugar donde los trapitos también son rosarinos. Como acá, ¿entendés? No extrañás eso.
—Billetera mata galán —dice ella.
Renata tiene esas cosas, a veces repite frases como en una propaganda: "Era para untar, era para untar". Suena rara esa vulgaridad en una chica acostumbrada a las citas de Benjamin. Entonces vuelve a decirlo: "Billetera mata galán".
—No jodas, Renata.
—Billetera no sabe de esplines. No sabe de domingos. Billetera vence melancolía. Billetera mata galán...
—Renata, lo que esperamos nosotros no pasará nunca.
—...Y a propósito —dice ella—, ¿por qué llegaste tan tarde vos anoche?
—Encontré un gato abandonado en las vías del pasaje Jorgito. ¿Te acordás que hacía meses que buscaba uno?
—La ciudad está infestada de gatos, solamente vos no podías encontrar uno.
—No sé, me habrán gustado los ojos de este.
—¿Se los viste? ¿De noche, en la vía?
—Después, cuando ya lo tenía en el regazo. Llegamos a la esquina de Virasoro...
—¿Con quién llegamos...?
—Es retórico, Renata. Solo. Estaba solo y cuando puse el gato debajo del farol, los ojos me parecieron grises. Y también me di cuenta de que era hembra.
—¿Es gata?
—Sí, Cecilia le voy a poner.
Y aunque no se tragó el cuento, Renata volvió a su libro: La calle de las Camelias, de Mercé Rodoreda, y a propósito, leyó en voz alta esa parte en que el señor Jaime encuentra a la niña en la calle de las Camelias y la llama Cecilia.
En esos momentos, yo pienso en las cosas que nos alcanzan y que es cierto que nunca sucede lo que esperamos, pero a veces, incluidos los domingos a la tarde, encontramos un poema, un fragmento al final de un libro y la misma gata abandonada que se llamará Cecilia.
No hay mucho más: un abrazo cucharita y una copa de merlot. Una copa para los dos, porque ya no quedaba más que un culote y un beso de mitad de boca abierta, con los labios pegados, sin lengua. Y después de que ya ha pasado media hora con la luz apagada y yo mismo me he escuchado roncar más de dos veces, a oscuras, y quién sabe a qué hora, Renata todavía se da vuelta en la cama (nunca sabe si estoy despierto o soñando), y me pregunta:
—Adrián... ¿de qué novela era ese pasaje?
—La plaza del Diamante —digo mal, a propósito—.
—Burro, era La calle de las Camelias.
Y entonces sí, nos dormimos.