Muchos habitan un paisaje y solamente saben usufructuarlo. Gozan de las ventajas que el paisaje les da, pero a la hora de reivindicarlo, no lo reivindican, y a la hora de defenderlo, no lo defienden. Por el contrario, a veces incluso lo traicionan.
Muchos habitan un paisaje y solamente saben usufructuarlo. Gozan de las ventajas que el paisaje les da, pero a la hora de reivindicarlo, no lo reivindican, y a la hora de defenderlo, no lo defienden. Por el contrario, a veces incluso lo traicionan.
Rosario está llena de gente que habita en ella, que reside en ella, pero que no “vive” realmente en ella.
Rosario está llena de gente que trabaja en ella, que formó pareja y familia en ella, que anda todos los días y noches por sus calles, pero sin embargo no siente a la ciudad como propia. Y a pesar de que muchos hombres y mujeres llevan décadas aquí, no se dicen ni piensan rosarinos. ¿Por qué?
En esa pregunta está la clave de muchos problemas de la ciudad. Rosario está buscando su identidad, tratando de hallar –paradójicamente– lo que ya tiene.
Muchos confunden identidad con una derivación directa del fútbol, específicamente Central y Newell’s. Está bien, leprosos y canallas son parte del asunto, pero distan de constituir la totalidad. En todo caso, si de fútbol rosarino se habla, no debe olvidarse a Central Córdoba y Argentino. Charrúas y salaítos son acreedores eternos al reconocimiento afectuoso. Y también Tiro Federal.
Pero basta ya de fútbol. La ciudad tiene demasiado de él. Una sobredosis que tiende a estupidizarla.
El corazón rosarino late en otros lugares, además de Arroyito y el parque Independencia. Está en el Museo Castagnino y el cine El Cairo. En los teatros: La Comedia, El Círculo, Lavardén. En la vieja librería Longo. En la pizzería Santa María.
(Aunque casi nadie lo vea, cada bar histórico que cierra es un paso en la dirección equivocada. Días pasados, justamente, el querido bar La Capital, enfrente del diario, bajó la persiana para siempre. Es cierto que hace mucho venía atravesando una decadencia tristona, pero nadie pensó en revitalizarlo, en buscar nuevos caminos para su tradición legendaria. Cuántas noches y sobre todo cuántas madrugadas pasé entre sus paredes en una época lejana. Cuánta generala y truco. Cuánto vino blanco y familiares de salame y queso con un ají al medio. Cuánto café, ginebra y cigarrillo. Ahora ya no está. Cada bar que cierra es un golpe al alma rosarina).
La ciudad se define defendiendo los espacios comunes. Cuando el dinero la divide, la deteriora. Lo público es clave y también lo privado si no significa el encierro detrás de altos muros protegidos con alarmas y guardianes. La ciudad es una casa de todos y para todos. Como deben ser, por ejemplo, los cines, teatros y museos. Lugares donde resplandezca la vida y donde se dé apoyo al trabajo de los artistas propios, los que viven entre nosotros y construyen entre nosotros su obra.
La ciudad necesita que la encarnemos. Que la cuidemos. Que peleemos a brazo partido para que nadie la ensucie, la use ni la dañe. Que la amemos, aun con contradicciones. Es única en la Argentina: sin fundador, ajena en su crecimiento voraz a las instituciones y los mandatos, hija rebelde de su propio esfuerzo. Merece que su gente, la que trabaja en ella, la que en ella hace el amor y en ella cría a sus hijos, la que camina por sus veredas y toma café en sus bares, la que en ella vota, aprenda a defenderla, a sentirla suya. La metrópoli está cerca y quiere llevarse todo: no lo permitamos. Este paisaje es nuestro. Y vale la pena.