Horizontes perdidos
En medio del verano implacable, sumergida bajo las olas del consumo, la ciudad aún vive.
Basta desviar la vista de la ruta de frivolidad que transita el fin de año, alejar el corazón
de la angustia hueca y el malhumor superficial de los ciudadanos desesperados por comprar, comprar,
comprar. Y entonces se logrará ver el balcón donde brillan, escondidos, los malvones, el bar oscuro
y silencioso en el corazón de la tarde, la plaza donde el caminante puede aún dialogar con el
misterio.
2 de enero 2010 · 22:58hs
En medio del verano implacable, sumergida bajo las olas del consumo, la ciudad aún vive.
Basta desviar la vista de la ruta de frivolidad que transita el fin de año, alejar el corazón
de la angustia hueca y el malhumor superficial de los ciudadanos desesperados por comprar, comprar,
comprar. Y entonces se logrará ver el balcón donde brillan, escondidos, los malvones, el bar oscuro
y silencioso en el corazón de la tarde, la plaza donde el caminante puede aún dialogar con el
misterio.
Pero hay que corregir la dirección de la mirada, levantar la cabeza, limpiarse de la queja
cotidiana, del rezongo nuestro de cada día. Y entonces el milagro nos dará la mano.
Tardes pasadas andaba por la zona de la estación de ómnibus, sumergido en melancólicas
gestiones, cuando de pronto tropecé –oh alegría– con una librería de viejo, tentación
irresistible para el cazador de tesoros.
Entré en ese módico oasis que se abrió de pronto en el desierto urbano. El paisaje era
irresistible: discos de vinilo y casetes se mezclaban con las novelitas de Corín Tellado y la
colección Rastros. Aquí y allá se vislumbraban, deteriorados pero en pie, policiales de El Séptimo
Círculo. Y dentro de cajas con el rótulo “poesías” yacían fragmentos inverosímiles de
bibliotecas perdidas en el tiempo.
Dos hombres mayores y un adolescente recorrían el local franela en mano, para librar una
eterna lucha contra el polvo. Uno limpiaba un disco simple de CBS, de rótulo anaranjado: “La
tarde que te amé”, de Industria Nacional (los setentistas irredimibles pueden tararear
“era/ la tarde/ la tarde cuando el sol caía/ la tarde/ la tarde cuando fuiste mía/ la tarde/
la tarde en que te di mi amoooor” sin ponerse colorados). Y otro atendía a un hombre que le
daba a elegir a su pequeña hija entre varios cuentos de editorial Sigmar, roca inamovible del gusto
entre tanto cambio absurdo determinado por el dios mercado.
Yo me fui feliz con un Ross McDonald bajo el brazo, comprado por una bicoca: editorial Alfa
Argentina 1976, libro cosido, traducción nacional, narrador de fuste detrás del
entertainer de oficio. Una noche de felicidad garantizada, sobre todo si queda whisky.
Después seguí mi camino, ya iluminado. Una suave tibieza me impregnaba, la nostalgia sonó
como una dulce campanada dentro de mi cabeza. Me subí al 107 y rumbeé para el centro, a trabajar.
Cada uno tiene su propia Shangri-La.
Hay una película del genial Frank Capra, basada en una novela de James Hilton, que se llama
“Horizontes perdidos” (1937). Es una obra maestra, pero fracasó comercialmente y se
perdieron las cintas originales, y hoy sólo se la puede ver en una versión reconstruida a la que le
faltan fragmentos.
La historia del cónsul británico protagonizado por Ronald Colman que llega a Shangri-La, el
país de la eterna juventud, oculto en un rincón remoto del Himalaya, para encontrar el amor y el
sentido de la vida, me ha conmovido siempre.
Y yo tengo, en Rosario, mi Shangri-La personal. Son los horizontes perdidos del corazón, la
ciudad que guarda la luz del pasado, el mundo amado tras el mundo verdadero.
Se abre como la puerta de una casa de barrio. Se sienta en las mesas de una famosa pizzería
de la zona sur. Cae al suelo con las cobrizas hojas de los plátanos en otoño. Y toma una ginebra
conmigo en cualquier bodegón olvidado.
Allí está Shangri-La, entre las vetustas estanterías de la librería Longo, en los jacarandaes
azules de noviembre, en las cariátides de un balcón antiguo, en el adoquinado grueso del pasaje
Santa Cruz, en el ombú renacido de plaza Bélgica.
Yo, como Ronald Colman en la película, partí una vez de Shangri-La para volver al mundo, y
después no podía encontrar el camino de regreso.
Pero tras muchos años de vagabundear, hallé el sendero una tarde de verano.
Y ahora estoy de nuevo en Shangri-La, mi Shangri-La. Aquí está, alrededor, en la ciudad
amada.
Esta vez, me quedaré para siempre.