Se ha muerto Alfonsín. Anciano ya, con toda una larga vida y enfermedad a cuestas. Se ha muerto Alfonsín.
Por Silvina Dezorzi
Se ha muerto Alfonsín. Anciano ya, con toda una larga vida y enfermedad a cuestas. Se ha muerto Alfonsín.
Pero no es sobre la figura de Alfonsín donde quiero detenerme. Ni sobre los tantísimos discursos, que todos escuchamos y seguiremos escuchando por televisión.
Quiero detenerme, en cambio, sobre las miles y miles de personas que lo despidieron y se movilizaron para hacerlo, que sintieron la necesidad de depositar su cuerpo, su mirada y su llanto en ese lugar, en este tramo, este episodio de la historia argentina que significa la muerte de Raúl Alfonsín. Todos tenían evidentes ganas de llorar. Vaya a saber por qué más.
Y lo quiero hacer, detenerme en ese pensamiento, porque me causa sorpresa su magnitud.
En épocas donde las movilizaciones masivas han venido teniendo otros sesgos (excepción hecha a las del aniversario del golpe del 24 de marzo), frecuentemente corporativos, para mi gusto con cierto olor rancio y en algunos hasta fascista, en épocas -decía- donde los discursos sobre la inseguridad y hasta la pena de muerte increíblemente sintonizaron almas, me asombra que tanta gente haya sentido la necesidad de movilizarse para homenajear a Alfonsín.
O para algo parecido. O para llorar, o para recordar, o para sentir que participaba de algo, o porque salía en "la televisión" y la historia pasaba por ahí. Vaya uno a saber.
Radicales todos no eran. Como quien dice no me lo puedo imaginar. ¿Opositores al gobierno? Tampoco agota eso lo que pasó, al menos no fue eso lo que más se vio (aun cuando ese aspecto merecería un análisis más profundo, porque en muchos aspectos les vino muy bien, más siendo Cobos el presidente en funciones). ¿Qué fue entonces lo que llevó a ese desfile incesante frente al ataúd de Raúl Alfonsín?
Deben haber sido muchas cosas, pero no puedo dejar de pensar que miles y miles de los que fueron a despedirlo vieron en la partida de Alfonsín un mojón de su propia historia. De la historia argentina reciente y hasta de la actual, de la historia argentina post-dictadura, del todavía incumplido derecho a la dignidad y a la justicia, de la historia democrática. Con toda la desilusión por lo que no fue, con todo el reconocimiento de lo que sí fue, con toda la incertidumbre, el temor y el escepticismo por lo que será.
Era muy joven, yo, cuando ganó Alfonsín. No lo voté, por entonces jugaba en
ligas inferiores sin complejos ni mayores duda de que mis ilusiones sociales eran tan lógicas que
no podrían sino cumplirse.
Tampoco recuerdo tanta emoción cuando ganó Alfonsín. No participé de la primavera
alfonsinista por personalidad y circunstancias. Pero viví cabalmente cada episodio de esos seis
años de gobierno radical, momentos muy fuertes de mi historia personal y de la historia argentina,
de esta a veces cruel, a veces disparatada, a veces digna historia argentina.
Y creo yo, por simple vocación de creer en algo, que a muchas de esas miles y miles de personas que se conmovieron con la muerte de Alfonsín les pasó algo parecido. Se sintieron parte de esa historia en la que Alfonsín fue una pieza clave. Dijeron "yo estuve ahí", "a esa la pasé", "¿te acordás?": la Conadep, el juicio a las Juntas, la Universidad de la democracia, la casa está en orden, la obediencia debida, el asalto a La Tablada, los trece paros generales de la CGT, la hiperinflación (mi sueldo de entonces, de maestra, llegó a equivaler a 17 dólares), la partida anticipada. Y después Menem.
Y en ese recuerdo, en ese reconocimiento de que cada uno formó parte de algo colectivo, nos guste o no, siento que hay cosas que rescatar. No sólo de Alfonsín, sino de quienes se hacen cargo, como pueden, de su historia. Que es la de todos, nos guste o no.