Frédéric Rouvillois decidió concluir su voluminosa "Historia de la cortesía" citando algunas frases del pensador, historiador y político Alexis Clérel de Tocqueville, entre las cuales una de las más afortunadas quizá sea la que afirma: "Todavía se recuerda que ha existido un código expreso de la cortesía; pero ya no se sabe ni lo que contiene ni dónde se encuentra. Los hombres han perdido la ley común de los modales y todavía no han decidido hacer caso omiso de ella; de manera que los modales...(Tocqueville se refiere a los hábitos en boga en los EEUU, a mediados del siglo XIX) son a la vez torpes y desenvueltos".
Agradezco —aunque no sepa muy bien a quién— el haber podido terminar de leer el libro, sin que se disparara antes una música atronadora que escucha el vecinito de la casa del frente —yo vivo en lo que suele llamarse un "PH"—, música que suplanta la amabilidad de la melodía por la repetición regular de unos mazazos en los sonidos graves, que operan como trompadas metódicamente descargadas sobre la boca de mi sensible estómago.
Las paredes vibran —ni ellas resisten la agresividad de ese bombardeo, que combina la furia de un troglodita con la insensibilidad aterradora de un robot—, pero como ya fueron agotadas todas las instancias imaginables para obtener una tregua: reclamos, ruegos, amenazas, represalias, gritos y hasta injurias de muy alto voltaje, en vez de estar condenado como Prometeo a que un buitre me devore el hígado por toda la eternidad, estoy condenado a que un puño sonoro me trompee el estómago, eso sí, rítmicamente, hasta que mi vida toque a su fin.
Satisfecho de haber terminado de leer a Rouvillois sin demasiados sobresaltos, salgo ahora de mi casa, ansioso por poner en práctica un juego que inventé, y que sin alcanzar la sofisticación del "Pokémon Go" ostenta, también él, la valiosa particularidad de fusionar el mundo imaginario con lo que le acontece a uno todos los días, en la calle...
Como suelo tomar muchos taxis —dos o más a lo largo del día—, el juego consiste en adivinar qué tratamiento me dará el taxista que me toque en suerte: si el conductor es un hombre (o una mujer) de una edad cercana a la mía, lo más probable es que me diga "señor". En cambio si es más joven, el abanico de posibilidades se acrecienta notablemente: "amigo, viejo, campeón, jefe, compañero, tío, capo, padre"... Creería, si la memoria no me falla, que sólo dos jóvenes taxistas me llamaron "pa", aunque el apelativo que se lleva la palma, y muy merecidamente por cierto, ya que su empleo se ha hecho extensivo a todos los rubros y a todas las circunstancias, es el de "maestro". "Maestro, ¿no tiene más chico?" (por el cambio). "Maestro, ¿me dice la hora?". "Maestro, ¿no sabe si hay un Registro Civil por acá cerca?". "Maestro, ¿le traigo otra copa para el agua?".
Pero volvamos al taxi. Como el taxista suele dar por sentado que el interior de su vehículo es su reino, también entiende que no está obligado a tener ningún tipo de deferencia para con esa suerte de intruso circunstancial que es el pasajero o, si queremos ser más benévolos y mejor pensantes, que el pasajero comparte forzosamente sus mismos gustos y hasta su misma confesión religiosa. Así es como durante muchos viajes tengo que escuchar —desde un parlante estratégicamente ubicado detrás de mi nuca—, las bizantinas discusiones que mantienen unos periodistas deportivos, analizando el último partido de Racing como si destriparan "La crítica de la razón pura" de Kant, o el comentario de cierto pasaje del Deuteronomio por parte de algún locuaz pastor protestante, que se desvive por venderme la Biblia como si fuera un detergente.
Ya instalado en la butaca del cine —no sé si aclaré que mi objetivo era llegar al cine—, trato de obviar los celulares que se encienden a derecha e izquierda, adelante y atrás, como luces malas en la oscuridad de un cementerio de campaña, y hago lo posible por seguir la película, en la que Meryl Streep personifica a la peor cantante de la historia, que por lo que se ve en el film fue también la mujer más ridícula y peor vestida de la historia, y que para colmo de males estaba enamorada de Hugh Grant, que sigue repitiendo los mismos parpadeos, pucheros y otras morisquetas que lo acompañan desde que comenzó su carrera cinematográfica. Salgo del cine con la firme convicción de que si a la gran Meryl Streep, a esta altura de su vida profesional, le ofrecieran filmar la biografía de Diego Armando Maradona —haciendo de Diego Armando Maradona—, no vacilaría un instante en firmar el contrato.
Menos mal que en el taxi de regreso recupero la calma: el pastor protestante comenta por la radio el famosísimo Salmo 23 —sí, el mismo que en casi todas las películas yanquis leen durante los entierros— y que dice: "El Señor es mi pastor, nada me puede faltar".
Aunque a mí, para terminar la jornada, todavía me falta poder conciliar el sueño con la música de mi vecinito ensañándose implacablemente con mis tripas, tal como el pico del buitre lo hace (y lo seguirá haciendo toda la eternidad) con el hígado de Prometeo.
Rubén Echagüe