No hay casi nada más hermoso que ordenar una biblioteca. Acaso hacer el amor con la mujer que se quiere o caminar junto al mar en el silencio de la noche. O el primer trago de whisky.
No hay casi nada más hermoso que ordenar una biblioteca. Acaso hacer el amor con la mujer que se quiere o caminar junto al mar en el silencio de la noche. O el primer trago de whisky.
No hay casi nada más hermoso: los libros, que apenas mostraban el escueto lomo desde el filo de los estantes, reaparecen de pronto en el esplendor de su belleza. Las tapas nos devuelven imágenes olvidadas, aquellas que despertaron nuestro deseo. Y entonces, inevitablemente, la tarea se interrumpe: al reabrir uno surgen recuerdos y los ausentes se sientan otra vez con nosotros en la mesa de café. Los libros tienen voz: nos hablan de lo perdido. Y también —esto es lo que más duele— de aquello que ya nunca lograremos encontrar.
La vida se ha ido y a su paso ha dejado libros. Allí están, como huellas de la búsqueda o indicios del fervor, fragmentos luminosos del mundo. Allí están, silenciosos, eternos. Hermanos.
Los encontramos en cualquier ciudad, en cualquier andanza, en cualquier horario. Llegaron a nosotros desde los lugares más distantes. Los llevamos bajo el brazo en las calles más remotas. Siempre hubo uno a nuestro lado.
El hallazgo pudo producirse en la vieja Longo, de Sarmiento entre San Juan y Mendoza, que aún resiste. O en El Hijo Pródigo, al lado de Luna, que fue de Armando Vites y Fernando Toloza. O en Lett (de Pablo Manzanel), Librolandia (de Luis Oliva), Klee (de Hugo Diz), Aries (de Rubén Sevlever), Trilce (de Jorge Isaías), Homo Sapiens (de Perico Pérez y Gabriel Riestra), Libro Libre (de Graciela Rocchi). O en la infinita Ross de Arnoldo y Chiche, después Silvina. O en las librerías de calle Corrientes, en las madrugadas de una época mejor, al salir de La Paz tras haber cenado en el Pippo. O en la fila interminable de tentaciones que es la calle Tristán Narvaja, en Montevideo. O en la discreta Gallimard, de París. O en Donceles, el paraíso de los libros de viejo en el Distrito Federal mexicano. O sobre la manta de un vendedor ambulante en El Bolsón, mientras el viento patagónico nos despeinaba. Quién sabe. Tal vez el libro fue de alguna mujer, que partió y lo dejó para que, cuando lo abramos, intentemos recordar el modo en que besaba o el perfume de su pelo. Y por supuesto, fracasemos.
No hay casi nada más hermoso, o nada. Cuando los veo allí, juntos contra el olvido, fieles a mi lado después de tanto tiempo, sé que son lo más próximo que conozco a la verdad y el sentido. Y sueño con que alguna noche bajen de la biblioteca, silenciosos, para abrazarme entre sus páginas.