Asistimos en la década anterior a un aumento muy fuerte del presupuesto universitario, que llegó prácticamente a ser el doble del anterior, en términos reales de capacidad de compra. Esto implicó una mejora sensible en múltiples rubros: las becas subieron el mil por ciento, incluyendo las de intercambio internacional. Los salarios docentes dejaron de ser pésimos en su comparación con el concierto internacional. Los administrativos tuvieron una mejora muy clara de sus condiciones económicas y laborales en general. Se fundaron más de 15 nuevas universidades, muchas de ellas en el Conurbano, lo cual democratizó fuertemente el acceso; pues muchos que aspiran a la universidad no entran porque eso los obligaría a salir de su sitio de residencia y a tener que pagar viajes, alojamiento y comida fuera de su casa.
Aumentó el número de estudiantes de sectores populares: fue muy habitual encontrar alumnos que eran los primeros en sus familias en haber llegado a la universidad. Ante los problemas que esto ha planteado para la retención, se buscó superar lo que Ana María Ezcurra llamó "inclusión excluyente" (que estudiantes de sectores populares que ingresaban, desertaran luego) por vía de clases paralelas y de tutorías permanentes, antes inexistentes. Sin dudas que esto ha implicado la aparición de una porción del estudiantado con diferente extracción de clase, lo que cualquiera puede advertir con un simple vistazo en sitios como General Sarmiento, Lanús o Avellaneda.
Se incrementó la "territorialización" de universidades tradicionales (es el caso de la de Cuyo), con lo que parte de las carreras ya no se cursó exclusivamente en la ciudad capital de provincia, con lo que también se democratizaron las condiciones de ingreso a las carreras. Se buscó orientar hacia las profesiones técnicas, las menos asumidas por los estudiantes, para que las ingenierías —imprescindibles en los procesos de producción— tuviesen un número de egresados cercano al que requiere nuestro país. Se aumentó considerablemente la relación de las universidades con asociaciones barriales, sindicatos y toda clase de organizaciones populares. Se realizaron múltiples intervenciones académicas y dictado de carreras para personas en contexto de encierro, que están en las cárceles. Se produjo un acercamiento de las universidades con Conicet, por vía de proyectos conjuntos, y se agrandó la participación universitaria en proyectos de la Agencia Nacional de Ciencia y Tecnología.
Por cierto que no pudo realizarse una más plena modificación de la estructura de clase de los estudiantes, porque ello sólo sería posible si los niveles educativos previos no realizaran selección de sus estudiantes en cuanto a su llegada a las titulaciones en niveles de primaria y media. Esta selección —como lo muestra la sociología— es necesariamente clasista en una sociedad en que perviven diferentes niveles de ingreso, y desde ese punto de vista, el imaginario de una "universidad netamente popular" choca con un impedimento estructural irremisible. A la vez, fue un déficit del período que no se dictara una ley universitaria nueva, que reemplazara a la de educación superior de Menem; nueva ley que, articulando las universidades con el sistema de terciarios, debería sin dudas dejar lugar a otra específica para este último sistema, evitando así que en la ley este aparezca como un simple apéndice, tal cual apareció en la legislación aprobada en 1995.
Perspectivas actuales
Ahora, las perspectivas son notoriamente inversas. Macri declaró livianamente que no pueden crearse universidades como hongos, sin advertir que el surgimiento de estas casas de estudio cubre necesidades territoriales que democratizan claramente el acceso. Quizá debamos interpretar que tal democratización no interesa al neoliberalismo: asistimos a un presupuesto que no supera al del año anterior cuando la inflación puede estimarse entre 35 y 40 por ciento interanual. De mantenerse esta tendencia de ajuste presupuestal dentro de la universidad, las becas bajarán, los proyectos de investigación disminuirán, los salarios de docentes/investigadores y de personal de apoyo decrecerán vivamente. Y de ser así, es obvio que la calidad de la enseñanza y de la pesquisa científica han de bajar también, si bien no puede estimarse en cuánto, dado que no hay una proporcionalidad determinable entre presupuesto y rendimiento académico; pero es claro que hay una relación "positiva", de que a más presupuesto, mejores condiciones para el rendimiento. Y también es evidente que ahora vamos en sentido contrario.
Vamos, entonces, hacia una disminución de los programas sociales, del acceso de los sectores populares a las carreras y del presupuesto asignable a tutorías, y por ello —a mediano plazo— a un reestablecimiento de la mayor selección "de clase" del alumnado. Y también marchamos hacia una creciente relación de las universidades con las grandes empresas, entendida falazmente como lo propio de una sana "relación de las universidades con el medio social".
Dependerá de los diversos actores del sistema universitario —y de la lucha general de variados sectores sociales contra el ajuste económico en curso— que esta situación no sea tan extrema en su despliegue concreto. Difícilmente se la pueda revertir con las políticas a que apunta el gobierno neoliberal; pero sí hay la posibilidad de atenuarla disminuyendo los perjuicios, de modo que la moneda está en el aire respecto de qué es lo que finalmente ocurrirá en el futuro próximo.