Haciendo gala de una gran imaginación además de sabiduría nuestros académicos de la lengua nos iluminan al decirnos que el fanatismo es el apasionamiento del fanático. Típica verdad de Perogrullo. Como se sabe dicho personaje viene a ser el dueño y señor de las obviedades, ese conjunto de lugares comunes afirmando respecto de casi todos los asuntos la consagrada perogrullada de que algunas cosas están bien y otras están mal. A lo que sigue el remanido tópico de que todos los extremos son malos. Lo que no los convierte en iguales. En cuanto al fanatismo, por lo que parece es un fenómeno de todos los tiempos, una pasión muy perturbadora para las almas equilibradas, atinadas y atildadas. Pero el problema es que para la Real Academia los variados fanáticos que pululan por el planeta no son ejemplares presos de una enfermedad llamada fanatismo, sino que el insoportable fanatismo es la consecuencia de que haya fanáticos. Semejante punto de vista nos deja sin saber cuál es en realidad la enfermedad que padecen los fanáticos, esos seres condenados a desparramar una epidemia tan contagiosa por el mundo. Es sabido que el fanatismo es muy frecuente en los deportes, muy especialmente en el fútbol entre nosotros, y en tantos otros lugares. En ese ámbito los verdaderos hinchas pasan por ser los fanáticos, muy en especial los llamados barras bravas, con lo que todos los demás quedan reducidos a los distintos grados de simpatizantes, en cualquier caso seres de menor categoría según la liturgia del fanatismo. Lo esencial de un fanático en su derrochar fanatismo habla de un entusiasmo ciego con relación a creencias, opiniones etc. sobre todo en cuestiones religiosas, políticas, deportivas y demás. Es más que interesante lo del “entusiasmo ciego” como la esencia del fanático y del fanatismo porque que lo vincula en forma directa con el enamoramiento, clásicamente descripto también como un entusiasmo ciego. Los enamorados son fanáticos de “su” amor y del amor. Sin olvidar claro está las enormes diferencias entre un fenómeno y otro, pues los fanáticos en muchas ocasiones son actores desmesurados del mal, en cambio los enamorados no le hacen mal a nadie ya que para ellos sólo existen ellos y en el caso (frecuente) de ruptura de la burbuja del amor el daño corre por cuenta de ellos mismos.
Amos Oz el escritor y periodista israelí nacido en Jerusalén en 1939 dice que el fanatismo es anterior al islam, al cristianismo y al judaísmo, y a cualquier Estado, señalando con mucha fuerza que semejante locura continua con su tarea de envenenar al mundo. Escribió un libro con tema y titulo contundentes, “Contra el fanatismo”, con el propósito de reflexionar sobre el fenómeno. No sólo eso, también por la prioridad y la posibilidad de curarlo. El escritor israelí vincula al fanatismo no tanto con lo irracional que es la relación más habitual, sino que le endilga una causa en principio sorprendente. Dirá en este sentido que el fanático es un ser carente de imaginación y de humor, razón por la cual propone algo así como inyectarle imaginación con la idea de que en todo caso poco a poco el humor vendrá solo. A tal efecto la terapéutica indicada para la patología del fanatismo por parte del escritor israelí es la “inyección” de literatura. Sostiene Amos Oz que el fanático al carecer de imaginación no puede colocarse en el lugar del otro, es decir en el lugar del odiado. Formula que lo que quiere el fanático es cambiar al otro de forma que en su reflexión el fanático padece de una especie de delirio amoroso en el sentido de que todos se conviertan o se convenzan de sus creencias o ideas.
Otra vez llegados a este punto el fanatismo se cruza con el enamoramiento, sin embargo con una diferencia importante: si el fanático, como dice Amos Oz, lo que quiere es cambiar al otro en tal caso para que sea como él, en cambio el enamorado cree o tiene la certeza de que el otro es como él, lo que se dice un alma gemela. Es decir que el otro no es otro o no debe ser otro, sumidos ambos tanto el enamorado como el fanático, en la mismidad narcisística. Por tanto en la versión más hipnótica del amor según la comparación de Freud. En suma que el enamoramiento y el fanatismo más allá de sus diferencias tienen en común formar parte de las patologías del amor, de ahí los entusiasmos ciegos que los caracterizan y ese despliegue desmesurado, irracional y exuberante tan apasionante como riesgoso en ocasiones. Ahora bien, quizás el nudo de la cuestión está en el apresuramiento en la consideración y calificación de lo “irracional”, una pasión humana muy poco señalada a partir de una doble y añeja certeza: que el loco es irracional a consecuencia de haber perdido la razón. Razón por la cual el loco siempre es el otro. Sin embargo, locura y razón conviven perfectamente en cualquiera de las locuras de los humanos (fobias, temores, obsesiones, depresiones delirios y demás formando parte de las muy curiosas locuras de la normalidad de los humanos). Todo esto sin olvidar lo que a menudo se olvida: quizás las mayores locuras son precisamente las locuras de la razón. Entre los instrumentos humanos nada tiene tanto prestigio como la razón y nada produce tanto placer como tenerla, es decir esa especie de orgasmo intelectual que es poseer la certeza de tener razón. Salvo el placer sublime de que te den la razón. Tanto que en occidente es posible que no haya mayor fanatismo que el fanatismo por la razón al punto de que todas las violencias están sustentadas por la razón y las razones de quienes las ejercen. El clásico aforismo de Pascal canta aquello de que el corazón tiene razones que la razón ignora, pero en el corazón del fanatismo y en la razón del fanático se conjugan una de las mayores pasiones de la condición humana: la pasión por sí mismo. Amos Oz cita al poeta israelí Yehuda Amijai en una frase sorprendente: “Donde tenemos razón no pueden crecer las flores”.