A Clarita y Renato
Hay un acto fallido que cometo al entrar a mi casa y espiar el contestador telefónico: veo la luz roja titilando y espero tu voz. No es, claro, te moriste hace dos años. ¿Pero acaso no es tu voz? Tengo montado un truco, un artificio: escucho los mensajes nuevos: 6, por ejemplo, y al séptimo, empieza el tuyo, de septiembre de 2013, el sábado que fuimos a Bienvenida Cassandra a la presentación de un libro de Ale Méndez: Tarde abedul.
-Chelo, el Rengo… ¿qué hacés, puto? Dale, vamos a Luna, vamos al Berlín, vamos al Mar, vamos a Pujato, vamos a Roca, vamos a triple 4, vamos al Clavel… “Hola Chelo, habla el Rengo” ¿Es nuevo o no el mensaje…? ¿Hay diferencia para los enamorados? Nosotros somos poetas, la vida es sueño; el tiempo, un invento de la música; el movimiento (vos apenas movías los ojos, la boca y el badajo), un chiste de Heráclito. Y lo real, vivir debajo de la línea del ombligo, preferentemente desnudos y acostados con alguien.
Se terminaron los rengos en Rosario, yo no veo más a ninguno. Me da igual. Es decir, ahora cuando veo un rengo, es alguien que no se mueve, que no se ríe, que no seduce, es alguien que de verdad necesita que lo ayuden. Con vos era al revés: yo nunca terminé de darme cuenta si necesitabas algo, porque para mí tenías todo lo más sagrado, y en sobredosis: conocimiento, sensibilidad, alegría, dolor, libertad, deseo. La gente se pensaba que nosotros te ayudábamos a vos, y era exactamente al revés. Si San Pedro y el cielo tienen algo de la dicha de Villa Gesell, el día que el mar te conoció, ya deben estar como el Negro Fontanarrosa aquella mañana de febrero de 2007, en el barcito de Corrientes y Wheelwright, después que le diste tu software del programa de voz, asombrado, incrédulo, preguntándome cuando Renato te llevó al baño: “¿Este pibe está siempre contento así…?”.
Tan vivo. De vivir: cabeza, corazón, lengua y sexo. Lo más humano concentrado de la manera más dramática, simbólica: la cabeza parlante, el corazón que vuela. Es más de lo que puedo decir de cierta gente: el cuento de Lorrie Moore. Y cada quince días, presentarnos a una novia nueva, el amor eterno del mes en curso: groupies, chicas buenas, malas, putas asesinas, la bondad de las mujeres, reales, fingidas, imaginadas. -Chelo, te presento a Débora. Devorameltrozo, decías al toque, más rápido que Usain Bolt. A los que te compadecían por tu discapacidad, si se ponían densos, les subías la apuesta con que habías quedado rengo porque no se te abrió el paracaídas del avión de Lapa. Morir de risa. Cazuela de mondongo, cuando la moza se agachó y se le vio el menú completo, la salsa, la carne, el bidet. Llevarte a mear atrás de un árbol y cuando la teníamos en la mano, decirnos: cómo te gusta agarrarla, degenerado… Chelo, Chelo, deciles que me quedan tres meses de vida…
Una profesora de caligrafía, a los 14 años (hacía 8 que te había empezado la parálisis), te mandó a rendir a marzo porque no hacías bien el redondelito de la “o”. Si supiera esa mujer ahora qué bien te salía la “o” alrededor de medianoche. Si supiera la pobre que ganaste el Premio Municipal de poesía. Si supiera que les dabas taller literario a los pibes en las cárceles de menores. Si supieras que tu charla de literatura y salud mental dejó mudo al panel de psiquiatras más famoso de Rosario. Si supiera esa mujer que yo aprendí a festejar mis cumpleaños por vos, y no el 21, sino el 22, el 34, el 7… Chelo, Chelo, te quedan tres meses de vida.
Le pusimos tu nombre a la calle: pasaje Simeoni entre Mitre y Sarmiento. No te ayudan mucho los laderos: Mitre (¿te acordás?), es uno que mató muchos indios, y Sarmiento es uno que quiso corregir la gramática del Martín Fierro. Incluso los días del debate de tu calle, hubo algunos Sarmientos que se oponían a tu nombre, ya sabés, la clase de poetas que del Fernet con Coca, solo toman la cola. La más contenta en firmar fue Olga, la mujer del poeta Rubén Sevlever, que vivía en esa calle. ¡Cómo me gustaría darte ahora un Fernet en la boca y repetir los camarines de Spinetta, Carmen Maura, Coki…! Hay noches de invierno que extraño la hostilidad del viento en contra, empujando la silla de ruedas, contramano, por Mitre rumbo a la parrillita. Extraño esa cabezota de muñeco a trompicones yendo a algún domicilio por la bondad de las mujeres. ¿Quién puede ayudar al que sabe todo…? ¿Quién puede hacer soplar al viento…?
Los días que estoy enojado, que son muchos, pienso que Dios se ha ido del mundo, por vergüenza. Sin embargo vos, tan agnóstico, tan filoso-Fó, parecés una contradicción a ese aserto ateo y cínico. ¿De dónde esa alegría de Ungaretti, infinita, profunda…? ¿De dónde, Rengo…? Los últimos días yo estaba cansado por lo de mi vieja, pero también estaba cagado en las patas, porque vos sabías, los médicos sabían, los Pablos sabían, todos sabíamos que te estabas yendo a la mierda y te ibas a robar el fuego. Y nos íbamos a quedar en bolas. Hacía varios años que acumulábamos el miedo de que te fueras. ¿Pablos, qué haremos cuando se muera el Rengo…? Y era esto, una mezcla rara de epifanía y soledad, una soledad de las cien minas más lindas de Rosario y de todos los chicos malos del rock y la poesía, que todos los sábados a la tarde van a chequear su contestador telefónico, a ver si aparecen tu voz o tu risa.
Me voy a morir viendo esa carcajada disneica, esos anteojos pop ladeados, esa cabezota de carnaval cayéndose siempre para el lado de la burla, del amor, de la derrota. Lo mejor que podría ver en la oscuridad antes de morirme, sería esa sonrisa. Y verla después, sería lo único igual a la dicha que tuvo el mar el día que te conoció, en Gesell, aquella vez..