El debate y la diferencia de ideas constituyen el material con el que se va edificando cotidianamente la vida democrática. Esa es una verdad que afortunadamente ha ido consolidándose en nuestro país, no sin tropezones, con la participación creciente de la ciudadanía en la vida política.
Este mismo hecho, de todos modos, tiene que ponernos en alerta frente a una peligrosa estrategia del capitalismo actual, llamado de libre mercado, o lisa y llanamente neoliberalismo (y que es un proyecto de producción de determinado tipo de sujeto antes que una política económica), que consiste en presentarse con los ropajes de lo que hasta hace poco tiempo enfrentaba. Como si hubiera aprendido (y de hecho aprende muy rápido) que la oposición directa genera resistencia y que resulta más fructífero adueñarse del discurso al que se opone, camuflarse con sus lógicas, con el fin de diluirlo, banalizarlo y en última instancia desgastarlo hasta hacerlo desaparecer. Ya no prohibir o censurar (aunque también lo haga en algunos casos, hay viejas mañas que nunca se pierden), sino relativizar, diluir, y erosionar.
Así, intervenciones militares en territorios extranjeros pueden realizarse bajo la consigna de "defender los derechos humanos" de pueblos oprimidos, ocultando así su verdadero objetivo económico y poscolonialista; el poder judicial, herramienta principal en la lucha contra los abusos de poder, puede ser utilizado para destituir gobiernos elegidos por la voluntad popular; o la precarización y la cesión de derechos adquiridos pueden ser presentados como el modo eficaz de preservar puestos de trabajo. La paradoja es el signo de la dominación actual, y se desarrolla frente a nuestros ojos con el vértigo del espectáculo.
"En lugar de discutir cuántos son se debería informar sobre le destino y localización de los desaparecidos"
En esa misma línea, la instalación de determinados debates en la opinión pública, aun cuando se valga del principio democrático de discusión de ideas, esconde el paradójico objetivo de desviar el debate, antes de hacerlo prosperar.
Cuando hace unos meses un ministro mediocre arrojó la idea de que el número de 30.000 desaparecidos era falso y que había sido "arreglado en una mesa cerrada para conseguir subsidios" (y al que siguieron el uso presidencial de la expresión " guerra sucia", e incluso la difusión de alguna lista a pedido de "un grupo de abogados"), volvió al ruedo la discusión sobre la cuestión cuantitativa.
Caso curioso, la afirmación del ministro encierra un sinsentido fatal, que no ha sido suficientemente remarcado: el número 30.000 fue establecido bastante tiempo antes que se decidan las políticas de reparación económica, aplicadas recién en los años 90'. Igualmente, "el debate ya estaba instalado", y no faltaron voces que saludaron con efusión su reaparición y que incluso defendieran el derecho del ministro a reabrirlo.
¿Pero qué significa que se reinstale ese debate? ¿Qué significa, después de años de lucha por Verdad y Justicia que lograron avanzar la discusión a cuestiones como la participación civil en el aparato represor, el análisis del plan económico del genocidio, sus consecuencias sociales y culturales, volver a la cuestión del número? Hay debates que logran hacer retroceder antes que avanzar. Y no hay en esto nada ingenuo o inocente, sino una verdadera estrategia.
No se trata ciertamente de ignorar el debate, sino de situarlo en su justo alcance, y generar respuestas que estén a la altura de las circunstancias.
Números y símbolos
Se afirmó insistentemente: los 30.000 son una cifra simbólica. Pero hay que leer esto adecuadamente: lo que hay allí de simbólico remite al hecho de que la metodología de la desaparición forzada consiste específicamente en la generación de incertidumbre, de la que nace el terror. La falta de certezas, y el terror subsecuente, no son datos accesorios sino la esencia y el objetivo de la metodología. Y es esa falta la que viene a simbolizar la cifra de 30.000. Por eso, la mejor respuesta a estas declaraciones la dio Estela Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, al afirmar que en lugar de discutir cuántos son, se debería informar sobre el destino y localización de los desaparecidos.
Si igualmente hablamos de números, es muy interesante atender a un estudio del Centro de Estudios sobre Genocidio (CEG) dirigido por el sociólogo Daniel Feierstein, que será difundido próximamente, pero que ya fue adelantado en la prensa (Página 12, 11/10/16). Siguiendo el caso específico de Tucumán, el CEG encuentra que se ha duplicado el número de denuncias desde el comienzo de la democracia hasta nuestros días: de 609 en 1984 a 1.202 en 2016 (todas completas y verificadas, sólo en esa provincia, mientras otros cientos todavía están en proceso de verificación). Proyectados al país, esos números iniciales darían una cifra de 18.000 casos, cifra que igualmente todavía es parcial e incompleta.
Pero lo más enriquecedor es constatar cómo el registro de denuncias fue variando en función del período estudiado: así, mientras que en el período 1985-2005 constan 117 nuevos registros, desde el 2006 hasta la actualidad se registraron 440 casos nuevos. La curva es ascendente.
Lo que puede verse allí es la incidencia que tuvieron la reapertura de las causas judiciales por delitos de lesa humanidad y las políticas de Verdad y Justicia en el decisivo hecho de que las víctimas se permitan enfrentar el miedo y el silencio, y se animen a hacer constar su experiencia (algo que implicó muchas veces, como señala el informe del CEG, el reconocimiento de la práctica de desaparición como un delito que puede y debe denunciarse).
Lo dicho apunta a concluir que, más allá de la necesidad de dar debate, resulta crucial no ceder a las provocaciones que buscan hacer retroceder lo logrado. En tanto continúe el silencio cínico de los perpetradores sobre el destino de los desaparecidos, será necesario seguir confiando en la práctica cotidiana en torno a la Verdad y la Justicia, que, como vemos, es la que arroja resultados concretos e impulsa a seguir avanzando. De nosotros depende atender a lo fundamental.