Se esperaba que Julio Humberto Grondona anunciara sigilosamente que prepara su retirada del sillón presidencial de la AFA. Nadie debería sorprenderse con esta declaración del máximo dirigente del fútbol argentino. Hace tiempo que el rumor de pasillo asegura que don Julio empezó a delegar su poder en la toma de algunas decisiones neurálgicas que antes ni se discutían porque sólo bastaba que él pusiera un pie en las reuniones. También afirman quienes pertenecen a su círculo íntimo que desde el fallecimiento de su esposa Nélida, compañera entrañable de toda la vida, ya no demuestra tener esa fuerza de locomotora que lo transformó en el buque insignia en el que navegó, para bien o para mal, el fútbol argentino durante más de 30 años. Lo cierto es que para las memorias que rastrillan algunas décadas hacia atrás, Grondona siempre estará sentado en el banquillo de los acusados o subido al pedestal como el dirigente más influyente en la historia del fútbol argentino. Es que hablar de Grondona empuja a dividir las aguas. Porque así como siempre levantó una mano en señal de euforias por sus logros deportivos, la otra la tuvo ocupada para atajar las críticas que lo señalaron como el gran responsable de los males que aquejan al fútbol argentino. Se podrá disentir con la manera en la que conduce a la AFA o ponerse en la vereda que él transitó. Se podrá repudiar que entabló lazos con los gobiernos de turno y siempre salió indemne con cintura política. Lo que sí resultará extraño es imaginar a la AFA sin Grondona.