Especial / La Capital
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Mucho se viene hablando de Daniel Veronese, por lo menos, desde hace veinte años en la escena teatral argentina o, más precisamente, del corredor que comprende a Buenos Aires, Rosario y Córdoba.
Buena parte de nuestros directores con una nutrida trayectoria han abrevado de las poéticas con las que el reconocido dramaturgo fue surcando el terreno de la innovación hasta la ruptura en el circuito off de Buenos Aires. Y aunque este prestigioso autor y director, mentor del grupo El periférico de Objetos, haya arribado al circuito comercial y al oficial, su impronta sigue una línea que permite elevar a escenarios más tradicionales ese micromundo familiar estallado y contemporáneo que lo caracteriza.
Con este sello inconfundible pasó "Los corderos" por Rosario, con tres funciones en el último fin de semana en La Comedia. El arribo forma parte de la gira federal del Teatro Nacional Cervantes, que desde hace varias temporadas alimenta la cartelera local con los estrenos de cada año. Una merecida oportunidad para que los rosarinos podamos acceder a espectáculos de primer nivel con precios accesibles.
"Los corderos", escrita y dirigida por Veronese, utiliza parte de una escenografía ya probada en "Espía a una mujer que se mata", ampliada en sus dimensiones pero desgastada, ajada por los habitantes de esta familia desencajada integrada por Tono, Elsa y su hija.
La escena comienza cuando depositan a un hombre encapuchado y esposado en el living de esa casa ardiente. Elsa (María Onetto) descubre que esta misteriosa presencia es la de Oscar (Gonzalo Urtizberea), un hombre de su pasado. Pero también regresa, por la puerta trasera, Tono (Tony Lestingi), luego de una importante discusión con Elsa y su hija (Tamara Garzón Zanca).
Lo que comienza con las reconocibles situaciones de la ya probada familia disfuncional en el teatro empieza a virar hacia el absurdo. La angustia, los reproches y los celos comienzan a subir de volumen con la silenciosa presencia de Oscar en la casa. La obra prueba cómo un personaje en silencio, inmóvil, en un estado de aparente levedad puede provocar en los demás el estallido del pasado soterrado en un enfermizo triángulo amoroso.
El desenfreno se completa con el personaje de Fermín (Patricio Aramburu), un vecino que trabaja con Tono y asedia permanentemente a la hija. Un personaje clave que articula diferentes situaciones de la trama, bien pintada por ese "costumbrismo perverso, realismo sin magia, terrenal y sucio" que vino a describir la fragilidad humana.
A pesar de cierto cinismo que podrían tener estos personajes, interpretados de manera exquisita por cada uno de los actores, nos permiten también un posible encariñamiento, ya que todos forman parte de una manada de inofensivos corderos. Todas víctimas de las circunstancias, es inevitable la asociación con "Espía a una mujer que se mata", no sólo por el comedor de la casa, sino por ese tufo a Chéjov que nos lleva del estallido a la calma como si allí no hubiese pasado nada.