Según la mitología griega, los andróginos se creían perfectos, se rebelaron contra los dioses y así les fue. Su soberbia fue castigada y fueron separados en mitades. Incompletos, han vagado desde esos tiempos en busca de su otra mitad. Se explica así la eterna búsqueda de los seres humanos de esa media naranja que los regrese a su ideal. Sobre esa idea motora, con la intención de hacer del teatro y la danza una única disciplina expresiva, y a través de una propuesta de rasgos posmodernos, Eva Ricart y Maricel Zitto interpretan, con dirección de esta última y en el teatro La Morada, "Eva y Maricel", una creación colectiva de acentuada reflexión sobre las relaciones de pareja, aunque de intrincada codificación, lejos de los saberes populares.
Eva y Maricel se histeriquean, se miman, se comprenden y, como consecuencia, se enamoran. También se conocen y reconocen, se disputan su individualidad, se cansan, se retraen y se separan. El problema está en considerar a esa búsqueda como una meta y no como un camino, o pretender que las diferencias sean una manifestación del desamor.
En medio de esa trama, el lenguaje verbal propio del teatro se entrevera con la gestualidad de la danza contemporánea, y mientras el primero parece remitir a lo concreto o real, el segundo sirve para atender a los requerimientos de los sentimientos.
Y no sólo eso. Los tire y afloje de la relación van costurándose con la música —un recurso esencial de amplio espectro en la comunicación entre las protagonistas y con los espectadores que va del samba a la zamba—, con remisiones al carácter modalizador de las novelas televisivas (él/ella y sus prejuicios de género), y con la manipulación de los pocos objetos que acompañan a las actrices/bailarinas.
La experiencia. Si se ha catalogado a la experiencia posmoderna como fragmentaria, sin un relato unificador, híbrida, instantánea y con un especial gusto por el efecto, la obra en cuestión lo es. Aunque tanta teoría no necesaria ni rápidamente se convierta en un eficaz nexo entre la propuesta y la platea. Aún más cuando la historia recién se inicia o cuando abruptamente finaliza.
También es propia de la puesta una fuerte necesidad por romper con los estereotipos de género. Esto es, si bien ella se llama Eva, está vestida como un varón, y si bien ella se llama Maricel, está vestida como una mujer. Y si el lesbianismo ya no es objeto de hoguera, aquí aparecería una negación de ese modo amatorio. De todas maneras, finalmente queda a consideración del público el género de los tortolos enjaulados en sí mismos.
A esa intencionalidad biodramática se suma la resignificación de los pocos objetos que se encuentran en escena. Una jaula para pájaros simboliza ataduras para la libertad y la pulsión y, cuando en vez de un ave lo que se encierra es una naranja, la pareja parece destinada al inevitable fracaso.
Es imprescindible mencionar el fragmento final de la obra donde Ricart hace gala de su vena dramático-cómica, y entre varios discursos, acaba remedando a otra Eva: Perón.
Así, entre el mundo idílico de los primeros escarceos y la tragedia de la eventual despedida, "Eva y Maricel" pendula entre lo mágico y lo carnal, entre lo dramático y lo humorístico, y entre el amor y los deseos. Y para ejemplo sobra un botón: cuando una de ellas corta la naranja en dos y metaforiza la antigua y divina escisión, pone de relieve el desencuentro entre dos seres que esperan amarse, aunque no estén preparados para ello. Y el teatro y la danza les brinden la última oportunidad.