El oficial imputado por enriquecimiento ilícito siempre se dijo inocente y la Justicia no probó que fuera culpable. Esas son razones suficientes para evitar nombrarlo. Aunque su identidad sea lo menos importante de esta historia.
Por Hernán Lascano
El oficial imputado por enriquecimiento ilícito siempre se dijo inocente y la Justicia no probó que fuera culpable. Esas son razones suficientes para evitar nombrarlo. Aunque su identidad sea lo menos importante de esta historia.
Lo que es más interesante analizar es cómo una causa de este tipo estuvo siete años en trámite sin que se le diera prioridad. Cuando se sancionan estos delitos no sólo se trata de evitar que los funcionarios usen sus cargos para enriquecerse indebidamente sino también proteger la transparencia de la administración pública. Esa sola razón era importante para que el Poder Judicial, que tiene causas emblemáticas por corrupción prescriptas, vigilara especialmente este caso.
Sin embargo pasaron siete años. Eso es injusto para cualquier imputado pero no una fatalidad administrativa. Sobre todo porque desnuda una lógica de selectividad política donde la Justicia parece hecha a medida sólo para sancionar con rapidez los delitos de los torpes y los pobres. Los que avanzan con violencia sobre las cosas tienen castigo. Los que lo hacen con refinamiento no.
Es verdad que probar la riqueza ilícita es trabajoso y lleva tiempo. Pero aquí la Dirección de Investigaciones Patrimoniales de Asuntos Internos creyó haber acopiado buena evidencia. Las dudas se acrecientan, así sea injusto, por la propia tradición de estos casos: nunca hay condenas por delitos contra la administración pública.
Los casi siete años transcurridos con este final dejan todo en una nebulosa.