"Es cierto. El cura Brochero iba a buscar a los enfermos de lepra, los consolaba, les curaba las heridas y les sacaba lo hediondo, los bañaba y los abrazaba para que no se sintieran abandonados y «para que sintieran que son mis amigos y mis hermanos», decía él. Iba todos los días o todas las veces que podía. Cargaba el equipo de mate y se iba a tomar mate con ellos", afirmó.
Rosita tiene la sonrisa evangélica de Brochero y habla del virtual santo en presente todo el tiempo. Un metro 50 escaso, grandes anteojos, cabello largo recogido en un rodete, buzo polar y vaqueros azules y zapatos con plataforma con tonos verdes, la directora del museo dialoga en la casa donde vivió sus dos últimos años y murió el cura Brochero.
"Esta es la casa donde pasa sus dos últimos años, cuando ya estaba muy enfermo. La casa era de Aurora, una hermana menor, donde él siempre venía y se quedaba", abunda Rosita, como la llaman todos en el pueblo.
La casa del siglo XIX es una construcción de más de cuatro metros de altura, con aberturas de madera de dos hojas y un antiquísimo farolito en el frente de la calle Moreno 185, a una cuadra de la plaza de la iglesia.
"El ya sabía que tenía lepra porque conocía los síntomas, después de haber estado tantos años con los enfermos de ese mal. Lo que pasa es que uno puede tener el bacilo durante años sin que se desarrolle. Hasta que en 1908 su íntimo amigo Miguel Juárez Celman, que ya no era presidente, lo lleva a Buenos Aires y un especialista le diagnosticó que tenía lepra", revela Rosita.
"El libro «Cartas y sermones» dice que encontró cuatro enfermos de lepra en distintos lugares, pero debe haber habido más. Otro político amigo, Ramón Cárcano (condiscípulo de Brochero y dos veces gobernador de Córdoba), dijo que cuando el cura Brochero se ordenó sacerdote en Córdoba hubo la epidemia de cólera morbo, donde actuó con gran heroísmo. Sepultaba a algunos, pero no podía con todos porque era media ciudad", recordó Rosita, que tiene su escritorio junto a una estatua de tamaño real del beato cordobés.
El cura sanador. Nacido el de 16 de marzo de 1840 en el pueblo de Santa Rosa del Río Primero, cerca de las localidades de Balnearia y Mar Chiquita, al este de Córdoba, de una familia de inmigrantes portugueses (Ignacio Brochero y Petrona Dávila), José Gabriel fue el cuarto de diez hermanos; dos de sus hermanas fueron religiosas de la congregación Nuestra Señora del Huerto.
Fue ordenado presbítero el 4 de noviembre de 1866, a los 26 años, por el obispo José Vicente Ramírez de Arellano. El 10 de diciembre del mismo año ofició su primera misa.
El 18 de noviembre de 1869, Brochero fue designado cura del curato de San Alberto, actualmente conocido como el valle de Traslasierra, de 4.336 kilómetros cuadrados de valles y serranías donde campeaban salteadores y prófugos de la Justicia. Sus poco más de 10.000 habitantes vivían incomunicados por las Sierras Grandes de más de 2.000 metros de altura.
El 24 de diciembre de 1869 Brochero partió de la ciudad de Córdoba para hacerse cargo del curato en el que transcurriría el resto de su vida.
El cura comenzó a caminar y a cabalgar a lomo de mula estos valles sin Dios, en los que los seguidores de los unitarios luchaban contra los caudillos federales.
“Era una zona totalmente abandonada por la ciudad de Córdoba por el vallado que imponían los cerros, así que esto era otro mundo. El Papa Francisco propuso al cura Brochero como modelo de santidad. Para la gente del pueblo es un estandarte y para nosotros es una demostración de que encarnar el Evangelio es posible”, sostiene el padre David Silva, el párroco de la iglesia Nuestra Señora del Tránsito, en este paradisíaco pueblito del oeste cordobés.
“Brochero es un referente para la gente del lugar, porque hasta el vecino que no lo ha conocido lo palpita a través de la fe de los abuelos”, asegura el padre David, un cura cordobés de 35 años oriundo de Villa Sarmiento, un pueblo situado a 20 kilómetros de Villa Cura Brochero, en la casa parroquial, que un jueves a la noche está llena de chicas jóvenes militantes.
Este extraño pueblo enclavado en medio de las sierras vivió sus días de gloria el 14 de setiembre de 2013, cuando el Papa Francisco proclamó beato al cura Brochero, y el 10 de setiembre último, cuando una junta médica del Vaticano validó el segundo milagro del virtual santo argentino, que, créase o no, curó a Nicolás, un niño que había sufrido un accidente a los 11 meses y se sanó después de tener su relicario, una urna de madera con los pocos restos recuperados del cuerpo del padre Brochero.
“Todo lo que estamos viviendo es fruto de la oración del pueblo. Tener el galope cercano del cura Brochero se expresa en el sentir de un pueblo que reza mucho y que trabaja por esta causa de la santificación”, explica el padre David, con la hospitalidad de la gente sencilla.
—Los dos milagros atribuidos al cura Brochero fueron la sanación de niños. ¿Cómo fue el caso de Nicolás?
—Nicolás fue el primer caso que ayudó a la beatificación del cura Brochero. El proviene de una familia creyente, con esperanza, que invoca al cura Brochero. Nicolás tuvo un accidente muy grave a los 11 meses y que después de muchos años se sanó cuando tuvo el relicario del cura Brochero. Me impacta cómo el cura Brochero está a favor de la vida. Hay muchos padres que le piden por la paternidad.
—¿Qué es el relicario?
—Es una urna de madera de algarrobo tallada por un artesano de acá donde se guardan los pocos restos que se recuperaron del cura Brochero: parte del cráneo y de la masa encefálica, algunos pocos huesitos y vísceras, lo poco que se pudo salvar. Como el cura Brochero murió de una enfermedad contagiosa, se cavó una tumba profundísima y su cuerpo fue tapado con cal, así que casi no quedaron restos.
—En el segundo milagro atribuido al cura Brochero, la abuela de Natalia, una chica sanjuanina que sufrió severos maltratos y quedó internada en terapia intensiva, entró a cantarle y se recuperó de una forma inexplicable para los médicos.
—Esto fue muy sorprendente, hubo una recuperación asombrosa de una chica con una abuela muy devota del cura Brochero.
El “supercura”. El cura Brochero fue una especie de “supercura” que no sólo recorría a lomo de mula estas sierras sin tiempo en las épocas en las que no había ni caminos con sus recordados ejercicios espirituales sino que hizo prácticamente de todo por el ignoto oeste cordobés, como un virtual dirigente político, al extremo que el padre Silva entrega la friolera de cinco carillas y media con la lista de las obras impulsadas por el beato argentino.
La nómina es extensa y abarca desde la terminación de la Iglesia del Tránsito y la creación del Colegio de Niñas, en la época en la que esa zona no tenía escuela de mujeres, hasta la construcción de la friolera de 116 caminos, así como de acequias en el río Nono, sucursales de los bancos de Córdoba y Nación, implantación de peces, líneas de Correos y Telégrafos y la estación del ferrocarril en Obispo Trejo.
“El se adelantó a todas las encíclicas, porque dijo que había que promover al hombre y que no podía haber evangelización sin promoción humana”, advierte Rosita Figueroa.
—Los documentos de Medellín y de Puebla hablan de la promoción del hombre en el sentido del hombre nuevo de las primeras comunidades cristianas...
—Medellín, Puebla y Aparecida. Construyó 116 caminos, buscaba con los políticos ponerles estafetas de coreo, telégrafos y ferrocarril para que la gente estuviera comunicada porque eran los medios de comunicación de la época.
—El padre Brochero hizo esta obra ciclópea como un humilde sacerdote, ¿por qué no llegó a ser obispo?
—Fue candidato a obispo, pero renunció a serlo. El obispo de Córdoba le decía que tenía un sillón vacante para él, pero él no quería saber nada. “Ese apero no es para mi lomo”, decía. Y cada vez que lo ponían como candidato lo rechazaba y hacía sacar su nombre.
El cura Brochero vivió sus últimos días en una piecita de la casa de su hermana Aurora, cuando ya se había quedado ciego y no tenía tacto en las manos ni en los pies, pese a lo cual se la pasaba rezando y desarmando rosarios, y dejó una carta conmovedora en la que, pese a su agonía, le agradece a Dios “la posibilidad de esta quietud para rezar por los hombres y mujeres que se fueron, por los que están y hasta por el último que vendrá”.