Periodista, escritor y traductor, Forn publicó su primer libro, Corazones cautivos más arriba, a los 27 años. Luego vinieron Nadar de noche, Frivolidad, Puras mentiras, La tierra elegida, María Domecq y Ningún hombre es una isla. Pero lo que todos los viernes hace que personas de todo el país comiencen el diario por el final son sus contratapas, pequeñas cápsulas de historias sobre excéntricos, malditos, poetas y locos: Joao Gilberto, Joseph Brodsky, Juan Rulfo, Ana Ajmátova son sólo algunos de sus protagonistas. "Hay algo que nos pasa a todos como lectores. Cuando terminás un libro, el nivel de intensidad que te queda adentro se va licuando solo. No lo hablás con casi nadie. De pronto se me ocurrió que las contratapas se alimentaran precisamente de eso. Agarrar el envión de esos libros que me dejan allá arriba".
La presentación fue en El Diablito Bar, donde Forn estuvo acompañado por el periodista Hernán Lascano. Durante más de una hora, los seguidores del escritor se dejaron hipnotizar por la voz y las anécdotas de ese mismo al que le dedican el ritual de los viernes.
Cómo me hice viernes
Juan Forn es un orfebre de la conversación. Hiperboliza, teatraliza, trabaja con el sobrentendido, modifica la entonación al servicio del relato; busca la misma complicidad que cuando escribe sus contratapas, donde asegura poner toda su libido y donde lo primordial es su interlocutor: el lector. "Hay un momento en que la lectura se vuelve una operación completamente solitaria. La figura del autor desaparece y la relación es de uno con el texto. En cambio yo, cuando escribo, no pierdo de vista nunca que estoy hablando con alguien, que estoy trabajando con algo que lo hacemos entre los dos".
Acerca de cómo llegó a encontrar la manera de contar esas historias, Forn explicó que el ojo del huracán estaba en la lectura. Surfear la ola del libro que lo había hecho sentir aquella intensidad que provocan las buenas historias y, a partir de ahí, contar un cuentito que tuviera la misma música, los mismos trucos que tenía su protagonista. Algo así como tocar un cover. "Las 100 líneas equivalen a los 90 minutos de celuloide", cuenta relajado desde el sillón de El Diablito. "Con un lenguaje más o menos condensado, pude generar la sensación de peliculita. Es como si fuera un documental en cámara rápida por un lado y por el otro imagen fija, polaroids”.
Respecto a la conformación de un estilo, Forn hace referencia a la función de la copia impune e inevitable al momento de crear. “El estilo es una superposición de plagios hasta que sea indiscernible de quién es cada cosa. Nadie te saca la fórmula”. De esta manera, el arte no es más que una operación permanente de permuta, de apropiación y de reescritura y reinterpretación de las cosas que funcionan bien.
La vida con vista al mar
El susto fue grande. Antes de que a fines de 2001 Forn llegara al hospital con un coma pancreático y el médico le dijera “es sencillo, tenés que parar antes de estar cansado”, Juan Forn no solo dirigía Radar, sino que también estaba terminando su novela Puras mentiras, corrigiendo sus libros anteriores (reeditados por Alfaguara ese mismo año) y a cargo de una serie de ensayos sobre la historia de la pintura argentina que publicó la Fundación Velox en fascículos. Su cuerpo dijo “hasta acá llegué”.
El cambio fue rotundo. De la vida nocturna, el café como combustible en la redacción y el alcohol en las conversaciones durante la madrugada de bar en bar (“sentarse en bares y fumar cigarrillos, esa es la historia del arte”, alega una de las protagonistas de sus contratapas, Fran Leibowitz) a la vida tranquila en Villa Gesell.
“Cuando terminé de poner los libros en la biblioteca tuve un ataque de pánico: «¿Qué voy a hacer de mi vida?» Mi mujer de ese momento me decía: «Siempre quisiste hacer todo antes que nadie, ya está, ahora sos un jubilado antes que todos». Y la verdad que tenía razón“, confesó Forn.
La historia de María Domecq estaba ahí, esperando, pero aún no aparecía cómo contarla y el temor de la enfermedad estaba demasiado cerca, demasiado presente, al igual que su vida anterior. Sin embargo, lo bueno de un retiro prematuro es que por fin hay tiempo para todos esos libros que esperaban el turno de ser leídos. Y para la escritura. “(El escritor, Guillermo) Saccomanno me dijo: vos no estas escribiendo el libro porque estas escribiendo otro libro. Estaba hablando de las notas de Radar que mandaba semanalmente. Eran de 600 líneas, delirantemente largas por el tiempo que tenía para hacerlas. De esos textos está hecho La tierra elegida, y ahí también encontré la forma de escribir Maria Domecq”, contó el escritor.
En María Domecq, Forn insiste en que fue donde pudo depurar lo que luego haría en las contratapas. Fue en ese proceso creativo donde descubrió cómo ser viernes. “Después las contratapas fueron mi arenero, mi parque de juegos”.
El libro: padre de todos los chicos
Durante sus primeros días en Rosario, Forn brindó una clínica para enfermitos como él. Se trató de una propuesta a la carta, es decir, el contenido del taller tomaba forma a partir de las preguntas que los participantes habían enviado con anterioridad. Sin embargo, la pregunta fue siempre la misma. ¿Cómo se hace para contar historias como las de las contratapas?
Para el autor, en la literatura no hay fórmulas. Es un terreno de excepciones en donde la excepción es la regla. Basta que te digan “esto no se puede hacer” para encontrar que alguien lo hizo en el pasado o alguien que lo hace pasado mañana. Especialmente en todos los consejos que empiezan con la palabra “no”. Por eso es muy difícil enseñarla.
Lo que sí es útil es escuchar las experiencias. “Esas conversaciones con otros escritores quedan reverberando en tu cabeza y cuando te encontrás en disyuntivas de pronto ciertos recuerdos asociados con ellos te resultan reveladores”, aseguró.
En este sentido, la clínica, destinada un día a la narrativa y otro al periodismo cultural, se enfocó en su experiencia como lector y en su acercamiento a la escritura desde los cinco sentidos. Forn relató que el momento en que empezó a sentirse cómodo fue cuando aprendió a leer los libros desde adentro. “Cuando, mientras leía, el libro ocurría a mi alrededor”.
Forn hizo énfasis en la capacidad darwiniana que tiene la literatura (“cuando está en crisis, muta, para que el ambiente sea menos hostil”), en su derecho a abrevar en todos esos géneros que creó, en lo anfibio que habita en ella. También aconsejó ejercitar la mirada periférica, el ojo de mosca. “La mayoría de las cosas importantes que nos pasan, no nos pasan por delante”, agregó.
El segundo día, dedicado al periodismo cultural, comenzó con quitar el velo del engaño de su título: “Casi todas las personas que conozco que se dedican a esto, utilizan el periodismo como un camuflaje. La manera de darle espesor es inclinándolo hacia el lado literario”, dijo Forn.
De la misma manera en que un escritor se hace leyendo, un periodista también se forma leyendo medios. En ese camino, catalogó a su generación y a él mismo a partir de un recorrido por publicaciones de revistas, semanarios y diarios que lo configuraron. Las revistas Expreso Imaginario, Humor, El Periodista, El Porteño y Cerdos y Peces aparecieron en este mapa de medios de su vida.
La experiencia de Radar apareció y, mirando hacia atrás, Forn pudo decir que el suplemento cultural que cofundó junto con Alejandro Ros en 1996 funcionó como un “topos”, un lugar donde la alta y baja cultura se cruzaban y coexistían. El mestizaje y el periodismo como coartada para contar una historia fueron el leitmotiv de los primeros años de Radar, el suplemento cultural que tenía prohibido autoproclamarse como tal.
Vida y obra son un matrimonio con hijos. Por más que intenten divorciarlos, comparten la responsabilidad de eso que crearon juntos y que los mantendrá, si son responsables, por siempre en contacto. Forn se entiende a sí mismo de esa manera: es en su literatura donde puede mutar, ponerse en la piel de otros. Camaleonizarse. Y fue su vida lo que lo acercó a lo que buscaba en la literatura.
Rosario y sus lectores, los que en los noventa conocieron la cultura a través de Radar, los que confiaron en el pálpito de comenzar algo nuevo abrazándose al sentimiento que deja terminar un buen libro, pudieron compartir tanto durante la clínica como en la presentación de Los viernes ese otro lado que parecía tan inaccesible, casi mítico: la persona. Y los que no pudieron, saben que lo encuentran un viernes cualquiera, listo para contar un cuentito, té de por medio. No lo olviden: Juan no puede tomar café.