Leer es un acto privado. Al leer, estamos solos. Y aunque no exista silencio a nuestro alrededor (el ruido es la pesadilla de las ciudades), casi con seguridad habrá silencio interno. El mismo que hay en torno a las semillas creciendo bajo tierra.
Leer es un acto privado. Al leer, estamos solos. Y aunque no exista silencio a nuestro alrededor (el ruido es la pesadilla de las ciudades), casi con seguridad habrá silencio interno. El mismo que hay en torno a las semillas creciendo bajo tierra.
Atravesaba plaza Pringles con paso lento. Le gustaba detenerse a contemplar la danza de las ramas en el viento tibio de la primavera. Y si era invierno, las cicatrices que dibujaban sobre la piel gris del cielo. En una ciudad que casi no había sido nombrada por sus escritores, él sabía que aquel lugar ya había cumplido con ese rito de nacimiento. Un amigo le había descubierto el poema de Facundo Marull, “Plaza Pringles sin María Luisa”. Y en aquella época que carecía de Marías Luisas (nombre de tías abuelas), hubiera querido conocer a la María Luisa que amó el poeta rosarino, perdido quién sabe dónde. Atravesaba plaza Pringles con paso lento. Tenía mucho tiempo, entonces. Y entraba a la Biblioteca Argentina.
Cada vez parece haber mayor distancia entre los libros y la vida. Antes, entre lo escrito y lo que latía se podía vislumbrar muchas veces una cálida contigüidad e, inclusive, una fraterna confianza. Ahora, en cambio, los hechos parecen repeler a las palabras. Sobre todo a las más puras y queridas.
Se recuerda a sí mismo frente a una de las largas y sólidas mesas de lectura del salón principal. Lo acompañaban T. S. Eliot, la por aquellos años agotada Antología de la Poesía Surrealista de Aldo Pellegrini y los tres tomos de Paul Eluard en la excelente traducción de Marcelo Ravoni (mejor que la de Rafael Alberti; sólo la superan las pocas que hizo Raúl Gustavo Aguirre). Tomaba notas en una pequeña libreta. En ocasiones levantaba la cabeza y dejaba que la mirada se perdiera entre los estantes infinitos, que bañaba una luz monacal. A él ya otro fulgor, más discreto, lo habitaba.
“Yo canto la alegría de cantarte/ y la alegría de tenerte o no tenerte,/ el candor de
esperarte, la inocencia de conocerte,/ oh tú que borras el olvido, la espera y la ignorancia,/ que
suprimes la ausencia y me entregas al mundo...”. De Capital del Dolor, de Paul Eluard.
“Busca su igual en el ruego de las miradas. El espacio que recorre es mi fidelidad.
Dibuja la esperanza y suavemente la despide. Es decisiva sin que tenga que ver en ello”. De
Furor y Misterio, de René Char.
(Anotaba).
Leer, como hacer el amor, es un acto privado. Hacen falta las mismas condiciones: silencio, atención profunda y los sentidos bien despiertos. Igual que hacer el amor, leer es un acto colmado de vida. Existe la misma incertidumbre, se corren parecidos riesgos. Se puede fracasar. Pero es posible, también, generar uniones inseparables.
Al salir, rumbo a la ciudad llena de ruido y de luces, buscaba las calles, los cafés, a los amigos. Era en cierta forma un ser distinto día tras día. La década del ochenta recién comenzaba. Y su mirada, que se había perdido entre las palabras, volvía siempre, para internarse en la vida.