Llovía. Nos resguardamos bajo el tapial del boliche de 3 de Febrero. Después hicimos juntos el inventario de esos bares. El viejo Pedrín, la pizza aceitosa y los mellizos atendiendo la caja. En diagonal La Capilla, atendida por los chinos; las mesas de casín y la barra de estaño. Ahí habíamos visto con los muchachos el mundial noventa, volaban las sillas contra las paredes en cada penal que atajaba Goycochea.
El viento de la tormenta sacudía las ramas y los cables, van juntos en este barrio —le dije—, son como dos páginas de una misma hoja, parecen no existir sin la otra. En la cortada el agua debía estar inundando las zanjas y las ratas saldrían a respirar, corriendo por la vereda en filas desprolijas.
Vimos a mamá doblando la esquina. Manolito suponía que iba a una reunión de la escuela. Juan Chassaing se llamaba, quedaba sobre Sucre, frente a la estación. El patio era sencillo, apenas entrábamos todos en los recreos. A veces la maestra nos cruzaba a jugar a la plaza, a buscar plantas o bichos para el herbario.
Mamá iba concentrada en la vereda, como si cada paso fuera una amenaza de caer. Manolito fruncía el ceño mientras ella pasaba. Pude adivinar el rencor.
El viejo nunca nos pegaba en la cara. Una noche empezó cruzándome con fuerza el cinturón por las piernas; hacía frío. Pedazos de telgopor encendido apagándose en las rodillas. Recuerdo haber encogido las piernas sobre el pecho, arrinconado sobre la alfombra del living, los brazos cubiertos por el pijama. Atajaba los latigazos como podía.
Al principio le costaba manejar el cinturón, lograr que le diera una vuelta completa sobre la cabeza y que cayera limpio, pero a medida que la cadencia de los golpes era coordinada, la vuelta era perfecta y el cuero no se le enredaba en los hombros ni en las muñecas, daba un giro y caía, lengua de serpiente, relámpago dirigido. Los golpes empezaron a quedarse en los codos y las manos, había subido las mangas hasta los dedos para amortiguarlos. Se enloqueció cuando no pudo llegar a la carne y apuntó a la cara. Los primeros cintazos me sacudieron la cabeza. Se conformó con acertar tres veces; creo que se asustó un poco al ver que la sangre me goteaba desde la nariz. Entonces paró.
Aquella noche nos había advertido varias veces. Habían tomado cervezas en lata; los envases de la cerveza eran distintos en esos años. Cilindros grandes y duros. Los destapábamos con el abrelatas en uno de los extremos y servían como vasos para ir al río. Nos habíamos llevado las latas a la cama y cuando se apagaron las luces se nos cayeron al piso. Sentimos desde la oscuridad el grito. Si oía una lata más tronar contra el parqué, nos iba a dar una paliza. Quedó una en mi cama y cayó.
Sin embargo era él, mi viejo. Yo inventaba historias para parecerme: trompadas a compañeros, buenas notas, goles increíbles. Las escuchaba y sonreía. A veces se daba cuenta de que le mentía.
Cuando nos levantaba la mano no podíamos escapar. De mamá sí; corríamos alrededor de la mesa, por el patio. Nos perseguía con la escoba o con una percha. A veces se reía cuando veía que gateábamos, esquivando los escobazos.
De él era imposible escaparse, y tampoco valía la pena. Si no era hoy, era mañana.
Después de esos momentos llegaba un pensamiento. Podía confundirlo con un impulso, una mezcla de sopor y ensueño. Pero era simplemente un pensamiento. Me asaltaba en medio del griterío y las corridas. De sus insultos, que seguían hasta que se perdía detrás las puertas. El pensamiento se proyectaba en mi cabeza, idéntico cada vez que volvía: él acostado en su cama, dormido. Destapado de costado, dejando una pierna afuera de las sábanas, porque en el pensamiento siempre hacía calor. Yo llegaba hasta la cabecera de la cama, por detrás de la almohada. Tenía una cajonera en donde guardaba las frazadas. Allí también escondía el revólver que le había prestado el sereno de la fábrica, en los días de los saqueos. Lo aguantaba entre las manos —lo sentía frío—, jalaba el percutor hacia atrás, el gatillo se ponía duro y sensible. Contraía el dedo índice con fuerza y un estruendo seco vestido de chispas salía del extremo. Él abría los ojos justo en el momento en el que una úlcera negra de sangre se le dibujaba en la frente. Nadie se despertaba. Mamá seguía dormida, con una sonrisa que le abrazaba la cara.
Después no podía dormir del remordimiento. Pero cuando todo volvía, el pensamiento también.
Mamá se encerraba en el baño para no escuchar. Esperaba unos minutos para darle tiempo a que se desahogara y llegaba corriendo, pidiendo que parara. Ella decía que estaba conectada conmigo. Ella me decía que veía por mis ojos, que sabía si hacía frío o calor a través de mí. Pero nunca llegaba a tiempo. Ahora que pienso esto puedo entender el enojo de Manolito, su cara mientras miraba a la vieja trotar ridículamente bajo las gotas que se abalanzaban desde las terrazas.
A ella no la tocaba. La insultaba, le levantaba el brazo amenazándola, pero nunca le hizo nada hasta el día que llegó la carta. Creo que el viejo la quería como se quieren las cosas que se tienen, las que adornan una cómoda, o una repisa, como la cantidad de porquerías que juntábamos arriba del piano. La quería como la dejaba cada mañana, sentada en la mesa con el silencio necesario para que él pudiera gruñir. Mamá sólo se alimentaba del pasado, y a medida que el pasado era más gris y más lejano y sólo sacaba de él un jugo agrio, volvía a reinventarlo con sus historias. Hasta siendo adulto tuve que escuchar las anécdotas de mis operaciones, de la ropa que me ponía cuando era chico, de cuando era recién nacido y parecía una nena.
Papá iba los sábados a leer el diario a un bar de calle Mendoza. Ese día lo acompañé y cuando volvimos mamá estaba llorando. Tenía la carta en la mano y le mostró la foto que había sacado del sobre. Él empalideció. No reaccionó con decisión; algo lo incomodaba. Las palabras no le salían, sólo le pedía a mamá que le devolviera la carta y la foto. Lo hacía quebrado, con la garganta obturada por la angustia o la impotencia. No lograba que se la devolviera, entonces la agarró de los pelos y la empezó a arrastrar por el piso de la cocina, y mientras tanto le tiraba trompadas que le rozaban la cabeza. Alguna llegaba a sacudirle la cara y ella lloraba y preguntaba por qué. Mi hermana y yo le gritábamos. No puedo recordar toda la siesta de ese día. Nos encerraron en la pieza y oímos los llantos de mamá, los gritos de él. Aún no sé cómo la foto terminó en las manos de mi hermana. Era una mujer morena, con los labios gruesos. Era una foto para documentos.
El cielo se abrió cuando el sol ya no tenía ímpetu. Apenas se veía el tono del crepúsculo por detrás de la estación. La lluvia había dejado charcos sucios y la somnolencia de la agonía de la tarde. De regreso recordé una película de Rosenberg,. La leyenda del indomable. Paul Newman está preso en una cárcel sin muros, rodeada de pantanos. Esos centros de detención sureños en donde hacen trabajar a los hombres en la construcción de caminos, o cortando la maleza de las banquinas. Intenta escaparse una y otra vez, hasta que lo encierran en una celda de castigo para quebrarlo. Es terrible ver cómo se va deteriorando, como le pisotean el ánimo y la rebeldía. Lo va a visitar su madre. Una mujer gorda, recostada en una especie de carruaje de época improvisado en la cajuela de un camión. Excéntrica y desapegada. Él la llama por el nombre y ella también. Nadie va a saber que es su madre hasta que ella le pide perdón por no haberlo cuidado. Le dice también que los seres humanos deberían ser como los perros. La perra, después de determinado tiempo, ya no reconoce quiénes son de su prole. Ya no son sus hijos y los deja en paz.
Marcelo Britos / Escritor