“Por primera vez siento miedo. ¿Quién te dice que Nisman no sea el último?”. El que habla, en rigurosa reserva, es un fiscal federal de la Capital que regresa de la convocatoria pública a la marcha del silencio del 18 de febrero. Es un hombre de larga experiencia en el poder judicial y marca el clima que se vive entre sus colegas. Prefiere hablar a solas, en la calle. No quiere conversar con los periodistas en su despacho como hacen sus colegas subiendo el volumen de la radio y también desconfía hacerlo en un bar. Hace mucho calor y confiesa que prefiere transpirar cerca del asfalto que hacerlo en algún lugar privado en donde pueda ser espiado y grabado. Recibió amenazas telefónicas en las últimas horas. Cree que revelarlas sumaría más angustia y por eso las calla. Por ahora. “Es un momento oscuro”, dice. No hay metáfora en lo que se cuenta.
La gran política argentina sepultó su deseo de saber qué pasó con Alberto Nisman el mismo día de las exequias del fiscal. Si la desaparición física no esclarecida de un funcionario de su envergadura es de gravedad institucional inusitada, que los actores de la política nacional consideren que esa muerte debe analizarse como un recurso más de la contienda por el poder es tremendo.
La política argentina no se ha curado de espanto y no releva que la muerte no es una “estrategia” utilizable en la discusión para llegar o permanecer en el poder. La muerte es el límite. La muerte debería consternarlos a todos por igual y hermanarlos en el deseo inclaudicable de esclarecerla.
Los errores oficiales. El gobierno está desorientado. No sólo tropezó dos veces con el disparate epistolar de Facebook para entrometerse en la investigación judicial (¿una presidenta abogada no se ruboriza diciendo que no tiene pruebas, pero que está segura de que hay homicidio?) sino que arremetió con roturas de diarios, descalificaciones personales, utilización malsana de padres de Cromañón para embarrar la cancha, marchas y contramarchas en su discurso.
La presidenta creyó que podía recurrir a su tan utilizada receta de proclamar ángeles y demonios para abrir una grieta entre leales y traidores. Omitió percibir (impacta la carencia de olfato de alguien que supo hacer gala de él) que la sociedad quedó estupefacta por la muerte del fiscal que la había denunciado y que no es lo mismo esto que la 125 del campo o la pelea Clarín-gobierno.
Cristina no cuidó las formas (se espera todavía que se conduela públicamente por la muerte) ni el fondo: desató los demonios de los servicios de inteligencia de los que se valió por 11 años para espiar a sus adversarios y ahora no sabe cómo disciplinarlos.
Buena parte del gabinete nacional y de los hombres fuertes del gobierno reconocen esta desorientación. Hay ministros y secretarios que en voz baja no salen del asombro por la falta de directivas y reacciones precisas (“¿cómo no ofrecimos traer al mejor perito del mundo para que resguarde la escena de la muerte y mostramos compromiso para esclarecer el hecho en vez de montar una investigación paralela en los medios?”, se preguntó en reserva uno de ellos) y otros que sobreactúan rozando la caricatura o el mal gusto.
En la Casa Rosada se especula con la renuncia de Jorge Capitanich para volver a su provincia y disputar la intendencia de Resistencia. Allí ven la explicación a los gestos ideológicamente antidemocráticos de rasgar periódicos o de descalificar a adversarios. El secretario general de la presidencia Aníbal Fernández abruma cada mañana con largas parrafadas de jurisprudencia e historia universal para, muchas veces, girar en círculos estériles. “Eso es la ausencia de jefe”, confiesa de forma reservada el mismo secretario de Estado.
Del otro lado, nada. La oposición, en su inmensa mayoría, tampoco reaccionó o, si lo hizo, pretendió juntar agua para su molino. Fueron prestos para sentarse juntos en el Senado de la Nación y pretender explicar que no van a cumplir su función de parlamentar porque el proyecto de cambio de la Secretaría de Inteligencia es hegemónico, arbitrario y el gobierno va por todo o nada.
¿En serio creen radicales, socialistas, massitas y macristas que la sociedad que les dio el voto para que legislen se sienten representados por ese faltazo al Senado?
Sesionar, asistir a comisiones, no es una facultad de los legisladores. Es la obligación que constituye su trabajo. Qué bueno hubiera sido ver una reunión con esos dirigentes ofreciendo evitar toda opinión y militando en las garantías para que la investigación judicial avance sin tropiezos. Es que no es son tiempos para insistir con frases del tipo “a mí me parece que” o “tengo la impresión de”. Hoy, las opiniones importan casi nada. Desde la presidenta de la Nación hasta el último dirigente barrial debería recurrir a su silencio para no embarrar el clima social y reclamar que la justicia ponga todo su material humano y profesional en pos de saber qué pasó en ese piso 13 de Puerto Madero.
La hipótesis de la fiscal. Hay una fiscal de la que se espera mucho. Ni su colateral torpeza de creer que podía tomar licencia empaña el deseo social de acompañarla en la investigación. Sin embargo, hoy poco hay para aportar. Sólo una autopsia, un informe de material genético y pocas testimoniales más. La semana que viene se juega el destino de la instrucción con pericias ampliadas que permitan corroborar la hipótesis que aún Viviana Fein sostiene y que se dirige al suicidio o al suicidio inducido. Más lo último que lo primero, dicen los que la conocen.
Ojalá que esos datos objetivos no se perturben con más operaciones de opinión y de “carne podrida” que se siguen pergeñando desde el poder que cree que con esto se juega el destino de una elección y no el dilema de ser una democracia respetuosa del estado de derecho o un sistema político en donde la muerte impune funcione como moneda de cambio.