Eran los albores de los años ochenta y todo era fulgor, todo era fervor, todo era descubrimiento. La librería estaba por calle Entre Ríos casi Santa Fe. Vendía exclusivamente material del Centro Editor de América Latina. Primer paréntesis.
Eran los albores de los años ochenta y todo era fulgor, todo era fervor, todo era descubrimiento. La librería estaba por calle Entre Ríos casi Santa Fe. Vendía exclusivamente material del Centro Editor de América Latina. Primer paréntesis.
(El Centro Editor fue, junto con Eudeba, responsable de parte importante de la belleza de aquellas décadas lejanas, los sesenta y setenta. Miles de libros maravillosos, y además baratos, que llegaban directamente a los kioscos. Decenas de miles de lectores, sobre todo jóvenes, que se encontraban sin esfuerzo ni sacrificio económico con la mejor literatura, sobre todo argentina y latinoamericana. Un país que se movía hacia adelante. Un continente que luchaba por nacer).
Había juntado unos pesos, gracias a no sé qué método non sancto. Y me metí en la librería como si fuera una fiesta. Mi ávida mirada comenzó a pasearse por los estantes. En ese momento, recién traspasado el umbral de la veintena, el mundo es una ventana que se abre de par en par. Quería escuchar toda la música. Quería amar a todas las mujeres. Quería leer todos los libros. Segundo paréntesis.
(Todavía quiero, qué se creen).
Apollinaire traducido por Rodolfo Alonso; Nazim Hikmet; Flaubert; El gran Meaulnes, de Alain Fournier; el Viaje sentimental, de Sterne; una antología del policial negro con prólogo de Piglia; Stevenson, Conan Doyle, Conrad; La vorágine, del gran colombiano José Eustasio Rivera; una selección de los mejores poetas del surrealismo: esas fueron algunas de las maravillas que compré aquella tarde. Después, para festejar, me senté en el Laurak y pedí una ginebra con hielo. Doble.
La vida, a veces, es mejor que sí misma. Pero aunque ciertas luces se hayan apagado en el corazón, la felicidad de descubrir un libro no se ha modificado. El mejor de mis sueños es entrar a una librería perdida en una calle arbolada y reencontrarme con una edición del David Copperfield, de Dickens, que perdí en la infancia. No he perdido la esperanza de convertirlo en realidad.
Este es un fragmento de un poema de Apollinaire que descubrí aquella tarde: "Regocijémonos no porque nuestra amistad fue el río que nos fertilizó/ Terrenos ribereños cuya abundancia es el alimento que todos esperan/ Ni porque nuestros vasos nos echan todavía una vez la mirada de Orfeo moribundo/ Ni porque hemos crecido tanto/ Que muchos podrían confundir nuestros ojos con estrellas/ Ni porque las banderas golpetean en las ventanas/ De los ciudadanos que están contentos desde hace cien años de tener/ La vida y cosas menudas que defender/ Ni porque fundados en poesía tenemos derechos sobre las palabras/ Que hacen y deshacen el universo/ Ni porque podemos llorar sin ridículo y porque sabemos reír/ Ni porque fumamos y bebemos como antaño/ Regocijémonos porque director del fuego y de los poetas/ El amor que colma así como la luz/ Todo el sólido espacio entre las estrellas y los planetas/ El amor quiere que hoy mi amigo André Salmon se case".