Tucumán quedará en la historia argentina, además de ser la cuna de la Independencia, como la sala de partos de un escándalo institucional de proporciones con consecuencias incalculables. El fallo judicial que anuló las elecciones es apenas la punta del iceberg de algo mucho peor: buena parte de la política de caudillos feudales, de prebendas demagógicas y de impresentables dirigentes ha liquidado la confianza en la base esencial de la democracia, es decir, del voto transparente para elegir a sus representantes.
José Alperovich, su esposa, buena parte de su familia y favorecedores que han abusado del uso del poder como si fuera propio, pergeñaron esta tela de araña siniestra destinada a torcer la voluntad popular. La ley de “enganches”, una especie de lemas truchos que tan bien conocemos los santafesinos, no es más que la estrategia para confundir y nublar el deseo electoral de los tucumanos. Si a eso se le suma el habitual clientelismo de recurrir al vejatorio sistema de regalar comida para conseguir un voto (utilizado por todos y todas), la retención de documentos de identidad para garantizar que en el sobre fuera la papeleta deseada como si “la Forestal” hubiera regresado y la posterior quema de urnas, certificados adulterados y fajas de seguridad destruidas, el combo es perfecto.
“Siempre se hizo un poco de esto”, le dijo un ex gobernador de una provincia del norte a tres periodistas que escuchamos azorados en una charla en estricto off. “¿Perdón?”, fue la reacción casi al unísono de los cronistas, lo que provocó que el cacique que osciló de partido para quedar siempre del lado del oficialismo de turno explicara: “No entender la realidad de las provincias profundas argentinas es no saber que se hace política con comida, dinero, puestos públicos y alguna trampita: el que gobierna cuenta de movida con un 3% de los votos a su favor”, explicó sin ponerse colorado. Menos mal que esta era la década de la calidad institucional, podría pensarse.
Alperovich representa hoy en el jardín de la República lo que antes los Juárez en Santiago y hoy sus sucesores radicales K, lo que Insfrán hace casi un cuarto de siglo en Formosa, y la lista sigue. Esto es el feudalismo antidemocrático. Alperovich es el autor de este desaguisado electoral que estamos viviendo y que atropelló la institucionalidad más elemental. Su pretendido sucesor Juan Manzur ha tácitamente aprobado todo esto con su silencio. Una cuota de responsabilidad, menor pero ostensible, tienen las fuerzas de la oposición, que debieron mucho tiempo antes, y no con el hecho consumado, haber gritado lo que ocurría. El candidato opositor José Cano es el presidente del bloque radical de los diputados. ¿No debió haber plantado a todo su partido hace 12 meses para gritar que esto podía ocurrir? ¿Repartieron radicales y Pro bolsones y ahora se quejan? No haberlo hecho es hoy casi como alegar su propia torpeza. Y eso, se sabe, no excusa.
Claro que para corregir esto hace falta más institucionalidad, y no menos. El fallo de la Cámara en lo Contencioso Administrativo de Tucumán es menos institucionalidad. Alperovich atropella con su arbitrariedad la base del Estado de derecho. El tribunal parece que quiere seguir su ejemplo.
Para anular totalmente unas elecciones se deben dar requisitos extremos, de gravedad total que pueden configurar una catástrofe humanitaria, un ataque terrorista inmenso o condiciones de privación de la libertad comicial globales. ¿Se dio esto en Tucumán? Las 49 fojas del fallo judicial (de un tribunal sobre el que podría discutirse su competencia) aducen que hubo urnas quemadas. No aclara cuántas (tremenda desprolijidad) y para remediarlo hay que volver a votar. Arguye que hay certificados, telegramas y fajas de seguridad adulterados. Tampoco dice en qué proporción (¿100, 1000, la totalidad de las casi 3500?). Si no son todas, en aquellas dañadas hay que volver a votar. ¿Pero por qué en todas? Se dice que la irregular constitución de la junta electoral y, sobre todo, un fenómeno de alteración de la libertad de sufragar (sic) viciada por el “clientelismo” y el “reparto de bolsones” (¿dónde, de quiénes?) sustrae la base elemental para unos comicios limpios. ¿Releyeron los jueces esa generalización antes de firmarla?
Parece necesario repetir el concepto: Alperovich es una vergüenza institucional. Pero para volver al carril del respeto de la República hace falta contestar con más República y el Poder Judicial tiene especial obligación de garantizarla. El fallo es pobre jurídicamente y no logra demostrar lo que muchos sintieron a la hora de recontar los votos. Es imprescindible que los jueces sean más precisos y contundentes que el “sentimiento” popular. No lo fueron.
Como si esto fuera poco, el gobierno nacional reacciona de la única forma que conoce: con violencia. Se queja de que Mauricio Macri chilla cuando pierde y acusa fraude, sin poder reconocer que La presidente invoca la letanía K infinita que reza que si un juez opina distinto es destituyente. Muertos asombrados de los degollados. Desde la Casa Rosada se blande la idea de intervenir Tucumán sin más plazo que el deseo de la doctora Kirchner. Se podría ir proponiendo que en lugar de delegado federal se lo nombre virrey, ya que ni Sobremonte contó con tanta discrecionalidad como la que se plantea ahora.
Los que saben explican que la semana que viene la Corte tucumana revalidará los comicios, invistiendo a Manzur como gobernador y concediendo el recurso extraordinario a la Corte Suprema de la Nación, que fallará bien tarde, cuando la cosa haya quedado perdida en el olvido.
Hoy habrá que estar atentos a lo que sucede en Chaco. Y no sólo para ver la transparencia en la elección que consagre al sucesor del locuaz Jorge Capitanich, sino para advertir el clima previo al 25 de octubre, que luce complicado. ¿Alguien se imagina qué sucederá si los números provisorios son ajustados para determinar si hay segunda vuelta? ¿Habrá seriedad institucional del gobierno y de los opositores para reconocer el resultado? Larga y tortuosa noche de domingo a la vista.
Tucumán ha sido el fuego inicial para blanquear si queremos vivir en un sistema democrático que se expresa libre y transparentemente en las urnas o si giramos hacia una ficción autoritaria en donde el dibujo de las urnas es una herramienta más del ejercicio sin vergüenza de todo el poder.
En Santa Fe. Miguel Lifschitz está muy entusiasmado con la preparación de su gabinete provincial. A la par de ese sentimiento no esconde su preocupación por el desafío que implica sentarse en un sillón que hace años no da respuestas imprescindibles a los santafesinos. Con especial énfasis en materia de seguridad, los últimos ocho años quedarán en el recuerdo como los peores. El electo gobernador se está decidiendo por estas horas entre escoger un funcionario político a cargo de la cartera de Seguridad o postular a alguien que provenga de la profesión efectiva, esto es, de la policía, la Gendarmería o análogas.
Quienes lo consultan en privado creen que elegirá el primer camino, aunque rodeado por secretarios experimentos en el campo (¿una especie de comité?). Lifschitz quiere un compromiso también expreso de la Corte Suprema, las Cámaras Penales y de todos los legisladores para suscribir un conjunto sucinto pero elemental de puntos que confluyan a abortar las clásicas excusas de “la puerta giratoria de los jueces” o las “leyes blandas del congreso”. “O nos ponemos todos a trabajar en serio o no hay salida”, le habría dicho un ladero del gobernador electo a jueces, diputados y senadores.
Es un buen comienzo para quien asumirá en la Casa Gris. Es un correcto diagnóstico. Lifschitz sabe, sin embargo, que con eso no alcanza. Su plazo para aplicar la terapéutica necesaria es mucho menor que el de sus antecesores que, de paso, claramente no entendieron lo que ocurría en la invencible provincia de Santa Fe.