Pobres, humildes y excluidos son algunas de las palabras que comenzaron a oírse con la llegada del Papa argentino. De entrada son postulados que proponen un saludable debate en la agenda Vaticana, sacudida en los últimos tiempos por problemas bastante terrenales como los escándalos sexuales y la corrupción.
Pero de la mano de estos ejes iniciales volvieron a instalarse con fuerza a nivel local, al menos mediáticamente, algunos nombres propios: Enrique Angelelli, Carlos Ponce de León, Carlos Mugica y los sacerdotes tercermundistas, las monjas francesas, Emilio Mignone y su revelador libro "Iglesia y Dictadura". Todos ellos víctimas o familiares de la represión en la Argentina de los 70. "Algo habrán hecho", se solía decir de los desaparecidos. Y sin dudas que la noche de la dictadura alcanzó "por algo" a estos religiosos: tenían un fuerte compromiso social y luchaban por un país un poco más justo. Mañana, cuando se conmemore un nuevo aniversario del 24 de marzo, sus nombres volverán a ser bandera en las marchas por la memoria.
Hasta volvió a ser escuchado con atención Leonardo Boff, teólogo de la liberación, que precisamente alguna vez fuera silenciado por la misma Iglesia por su mirada "demasiado a la izquierda". El brasileño Frei Betto es otro de los exponentes de esta teología que propuso una mixtura entre el cristianismo de base latinoamericano con una crítica feroz y sin concesiones al capitalismo. Junto al pedagogo Paulo Freire escribió el libro "Esa escuela llamada vida", sobre la educación popular. Cuando en 2007 se cumplió una década de la muerte de Freire, Betto dijo en una nota a La Capital que "la pedagogía de la liberación es más necesaria y urgente que nunca" y confiaba en "organizar a la sociedad civil y movilizarla en función de otro mundo posible".
No faltará tiempo para que, en pos del renacer de la discusión de "una Iglesia pobre y para los pobres", tal vez se rescate el Pacto de las Catacumbas, una historia luminosa pocas veces mencionada de los días finales del Concilio Vaticano II, cuando cerca de 40 cardenales —liderados por el brasileño Helder Cámara, de Olinda y Recife— firmaron en noviembre de 1965 un documento en las catacumbas de Santa Domitila (Roma). Allí se comprometieron a llevar una vida de pobreza, a rechazar símbolos o privilegios de poder y a colocar al pobre en el centro de su tarea pastoral.
Para seguir con atención será también el derrotero que podrá significar a nivel internacional la auspiciosa mención de Patria Grande que se escuchó por estos días en el Vaticano, en boca de quien fuese cercano al historiador uruguayo Alberto Methol Ferré, asesor por años del Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) y defensor de la integración de los pueblos del sur continental.
Segregación negada. Sin embargo, y amén de la discusión eclesiástica, el tema de la pobreza abre un interesante debate que debería interpelar fuertemente a la sociedad argentina. Con altos índices de criminalidad y exclusión. Es cierto. Pero también con debates aún no saldados en torno a la discriminación y violencia simbólica. Cuestiones que saben y mucho los docentes y directores de escuelas de las zonas más postergadas de Rosario. Hace poco uno de ellos contaba de los estigmas que tienen que cargar sobre sus espaldas los jóvenes que deben vivir "en un barrio donde no hay cloacas, donde una sola línea de colectivo entra", que "es casi un gueto" y que "si lo cortan con un cuchillo lo borran del mapa". Chicos que ven "cómo la mayoría de los de su edad tienen un tránsito libre por la ciudad y un nivel de consumo mucho más elevado. Y eso también es violento".
Llega entonces el tiempo de darle rostro a la pobreza. De nada sirve postear por las redes sociales frases de amor y bondad por el Papa Francisco, si al instante los mismos dan su apoyo a la idea del intendente de una ciudad vecina de matar "a 20, 30 tipos" que delinquen. O seguir estigmatizando a los habitantes de los pueblos originarios, los chicos que piden una limosna en una esquina o a los que son echados de los centros comerciales porque usan gorrita. Una segregación negada que, como marcara el sociólogo Mario Margulis, en su costado más notorio sufren los habitantes de origen mestizo, los llamandos "cabecitas", "negros" o "bolitas".
El debate de la segregación también alcanza a la ampliación de derechos conquistados por las minorías sexuales y a las miles de chicas que, en contextos de extrema pobreza, mueren por abortos clandestinos.
Por eso es una buena oportunidad de dotar de identidad, olor y voz a los pobres que hoy citan a diario los zócalos de los canales de noticias. Los mismos que califican como "pirañas" a los chicos que roban.
Estos pibes, atravesados por la criminalidad y la pobreza, necesitan políticas de Estado efectivas que les den respuestas con seguridad social y atiendan sus necesidades básicas. Pero también de una sociedad que no los mire con desdén. Salvo que, como ironiza una canción de los Redondos, para esos chicos marginados, atrapados en la delincuencia, que "no tienen norte, no tienen salvación", la solución sea el gatillo fácil, encomendarse al sheriff y pedirle: "Hacé el trabajo y redimilos, por favor / que se mejoren allá en la eternidad / partiles el buñuelo y quitá mi pena así".
Para que "otro mundo sea posible", como propone Frei Betto, es necesario mirar de frente y a los ojos a la pobreza. A la de carne y hueso. Es el desafío y la oportunidad de estos tiempos.