Desde chica hago preguntas. Siempre las hice. ¿Por qué esto? ¿Por qué aquello? En la escuela era igual. Preguntaba todo. Todo el tiempo. Ya sea porque no entendía algo o por qué me quedaba alguna duda. Esperaba a que la maestra terminara de explicar y levantaba la mano. Siempre la mano derecha.
—Señorita, una pregunta. Así empezaban mis planteos.
Cuando tenía 10 años, citaron a mi mamá para tener una reunión con la maestra. Solía portarme bien y tenía notas "normales"; no entendía por qué querían hablar con ella. Mi mamá tampoco.
—Paula, ¿sabés por qué me llaman de la escuela? No se me ocurrió nada así que mamá fue a la reunión con mucha intriga. Después de la reunión se sentó para charlar conmigo. Nunca voy a olvidar sus palabras.
—Paula, ¿sabés por qué me citaron? Porque la maestra dice que vos preguntás mucho en clase. Y cree que lo hacés para llamar la atención, porque tus compañeros y compañeras se ríen.
Por supuesto que mi mamá no creyó la versión de la maestra. Su preocupación fueron las risas de mis compañeros.
Recuerdo haberle respondido: —¿Qué tiene de malo preguntar, mamá? Si la señorita está en el salón para responder mis dudas.
Tiempo después, en el secundario, seguí preguntando. Nunca fue un conflicto que mis compañeros o compañeras me cargaran por eso. ¿Estaba mal tener dudas o no entender algo en una primera instancia?
Una profesora —había dejado de ser la "señorita"— en medio de una clase, después de las carcajadas de mis compañeros, dijo: -Lo que hace Paula está muy bien, pregunta y pregunta hasta que logra entender y hasta que consigue la respuesta que busca. A veces no encontraba la respuesta que quería, pero al menos lo intentaba.
Los años pasaron. Empecé a estudiar comunicación social porque siempre me había apasionado el periodismo. Y ahí, recién ahí, entendí mi obsesión por preguntar: el periodismo, se sabe, es el oficio de las preguntas.