“Era la primavera del verso pálido/ de mis años de promesas y desengaños/ cuando comprendí que había llegado/ el momento de alejarme de mi pasado”.
“Era la primavera del verso pálido/ de mis años de promesas y desengaños/ cuando comprendí que había llegado/ el momento de alejarme de mi pasado”.
Los que a principios de la década del ochenta escuchábamos rock sinfónico o progresivo quedamos,
de pronto, contra las cuerdas. No sólo porque Police y su mix de power trío con reggae empezaban a
dejarnos en notoria posición adelantada, sino porque con King Crimson, Pink Floyd, Yes, Jethro Tull
o Genesis no teníamos la menor posibilidad de acercarnos al sexo femenino. Y entonces, no hubo otra
alternativa que negociar.
Yo aún no tenía dieciocho cuando me enamoré perdidamente de una chica un poco mayor. Sus
veintiún años eran para mí una frontera inalcanzable. Y a ella, en aquel frío invierno de hace casi
tres décadas, la volvían loca las canciones de Roque Narvaja, quien desde su exilio español había
retornado del ostracismo con un disco que quedó en la memoria de muchos: Amante de Cartón. No tuve
más remedio que aggiornarme: corrí a la disquería y lo compré. Me gustaban demasiado esos ojos
celestes.
“Un domingo de abril tomé coraje/ y me marché dejando mi mejor traje/ a verme con la vida cara a cara/ a conocer el mundo de madrugada”.
La noche de junio de 1981 cubría la plaza Alberdi como una mano de hielo. Era demasiado tarde, pero brillaba una luz: la del quiosco a pasos de la bajada Puccio. Allí compramos una linterna, pilas y un familiar de jamón y queso con una gaseosa. A mí me quedaba un poco de ginebra en la petaca. A pesar de que ya eran casi las doce y el domingo a esa hora y en ese lugar se asemejaba a un desierto, queríamos exactamente eso: silencio y soledad. Porque el plan era entrar a una mansión abandonada.
“Yo quería ser mayor,/ quería ser mayor,/ quería ser un hombre habilitado./ Yo quería ser mayor,/ quería ser mayor,/ y ya no ser un niño malhumorado”.
El drama principal era cuando me quería llevar al cine. En aquella época, dictadura antes de Malvinas, el control sobre los menores de dieciocho era severo salvo que se hubiera ido en barra al Capitol a ver dos al hilo de la Coca Sarli. Y yo no sólo era pendejo, también lo parecía: no tenía un pelo en la cara ni por casualidad. Así que cuando ella me sugería una película, hacía lo imposible para inventar un programa mejor. Por supuesto que le había mentido la edad: jamás le hubiera dicho que tenía diecisiete. Antes, la muerte. Y entonces, qué mejor que la exótica idea de meterse en una legendaria residencia de Alberdi que por ese entonces estaba en estado de abandono.
“La gente me ha enseñado a ser discreto,/ sereno, complaciente, equilibrado./ A cambio de mis sueños me han dejado/ un sitio para el vicio y el pecado”.
La noche de invierno era perfecta para la aventura. Helada y solitaria. Lúgubre, pero brillante: la luna entera brillaba sobre el río, colgada sobre las barrancas de la plaza Santos Dumont. Las ramas de un gigantesco eucalipto se sacudían con el viento. Parecía una escena extraída de un libro de Lovecraft o un fotograma de una película de la Hammer. Pero era Alberdi, en Rosario. Saltamos el pretil y nos metimos en la casa.
“Yo quería ser mayor,/ quería ser mayor,/ quería ser un hombre habilitado./ Yo quería ser mayor,/ quería ser mayor,/ y ya no ser un niño malhumorado”.
Lo que pasó después importa poco. Nos salvamos, simplemente: tanta audacia juvenil se vio recompensada con el encuentro cara a cara con tres tipos de aspecto peligroso que seguramente estaban “aguantados” en la casa. Le pudo haber pasado cualquier cosa a ella, cualquiera a mí. Pero nos salvamos. Todavía no sé cómo.
“Ya no quiero ser mayor,/ no quiero ser mayor,/ no quiero ser un hombre domesticado./ Yo no quiero ser mayor,/ no quiero ser mayor./ Prefiero ser un niño enamorado”.
Los años han pasado y a la vez no han pasado. El barco atravesó prolongadas tormentas y soportó
fuertes oleajes, pero sigue buscando un puerto luminoso. Tardes pasadas, justamente un domingo,
cuando con mi novia de hoy pasamos por la querida plaza Santos Dumont, miré con nostalgia a la
vieja mansión, hoy remozada, y me sonreí a mí mismo. No he dejado de explorar. No he dejado de
creer. Y la ciudad me sigue dando árboles y bares, librerías y amigos. Y amor.
Entonces, puedo soñar lo que sueño. Puedo soñar que tomo de la mano a una lejana muchacha de
ojos celestes y salgo con ella a buscar el milagro, y a encontrar la libertad.