Uno de los peligros del cambio climático es que se torne invisible de tanto aparecer en todos lados. ¿Sequía en San Pablo? Cambio climático. ¿Inundaciones en Córdoba, Tucumán, San Luis? Cambio climático. ¿Problemas en la producción de vinos en Mendoza? Es por el cambio climático. ¿Llegan enfermedades extrañas a las Américas (como el chikungunya) o a la Argentina (como el dengue)? Ya saben qué. ¿Un mes sin lluvias en la siempre húmeda Buenos Aires? Etcétera. El problema es que si está en todos lados se hace tan ubicuo que nadie lo ve, como el oxígeno o los camellos en Las mil y una noches.
En el último libro de la canadiense Naomí Klein, que edita en español Paidós en estos días (Esto lo cambia todo), hay un dato estremecedor: entre 1970 y 2000 hubo en todo el mundo 660 desastres como sequías, inundaciones, olas de calor, incendios forestales, huracanes y demás. 660, un montón.
Lo destacable es que entre 2000 y 2009 pasaron a 3.322; es decir, se multiplicaron por cinco en el tercio de tiempo. Los pronósticos de los científicos del clima no se equivocaron: cada vez habría —dijeron hace ya mucho tiempo— más de estos eventos extremos debido a las modificaciones de los patrones climáticos.
Si algo sucede con gran frecuencia, y con frecuencia acelerada, entonces se genera un fenómeno similar al de la anestesia: la información está, la gente podría actuar en función del conocimiento y actuar y reclamar como ciudadanos. Pero parece que se estuviera ante hechos ante los que nada se puede hacer, algo que es aprovechado como coartada respecto de quienes sí pueden hacer algo (y están obligados a ello): los responsables de políticas de infraestructura. Se trata de las estrategias para adaptarse a las consecuencias del cambio climático y tratar de dejar de contaminar (mitigación, en la jerga).
Idéntico es lo que sucede con las reuniones que prolijamente realiza la Organización de Naciones Unidas cada año en algún lugar del mundo. ¿Hay alguna novedad al respecto o seguiremos esperando a Godot, ese acuerdo global que nadie nunca va a firmar y jamás cumplir?
Desde hace más de un año de lo único que se habla es de París-2015, se supone que todos los cañones de la sustentabilidad apuntan a París, no para conquistarla como lo hizo un cabo austríaco hace algunas décadas sino más bien para establecer un parámetro máximo de emisiones contaminantes que cada país puede liberar a la atmósfera.
¿Se va a establecer ese límite en función de las responsabilidades históricas o el poderío económico de cada país? ¿Más años contaminando, más restricciones? Pues no, eso se intentó durante más de veinte años (¿recuerdan Kyoto?) sin éxito.
La solución de compromiso que se encontró, como para hacer algo, es que cada país diga motu proprio cuánto está dispuesto a bajar a partir de 2020. Y ni aun así parece demasiado promisorio el asunto porque, aunque algunas naciones ya comenzaron a enviar sus intenciones (México, Estados Unidos, la Unión Europea más Rusia, Suiza y Noruega, y se sumarán algunas más entre que está nota se envíe y sea leída), ya hay críticas acerca de la insuficiencia de las medidas. De aquí a octubre se leerá con frecuencia que los países envían sus propuestas (la de Argentina no llegará antes de junio, según comentaron funcionarios del área en la cumbre de Lima en diciembre pasado).
Mientras tanto el cambio climático dejará oír sus sordos ruidos de corceles y de acero, del aumento de alergias, de enfermedades extrañas y tropicales en lugares más bien templados, de aludes e inundaciones (que dejan al descubierto las malas praxis locales). Y la industria del combustible fósil, conocida con el genérico de “petroleras”, sigue con el plan de desenterrar todo el carbono disponible.
¿Suena apocalíptico? Sí. El problema es que no es exagerado.