La política argentina vuelve a coquetear con la muerte. En el día más trascendente de cualquier democracia, que ratifica el principal derecho de los ciudadanos a elegir a sus representantes, un cielo oscuro de desconfianza se abate en la jornada. Y no se habla solamente del temporal que vuelve a anegar caminos, tierras, ciudades y pueblos olvidados gracias a la desidia de los que gobiernan desde hace tantos años. Se hace referencia a que tres muertos, el tráfico de estupefacientes y el delito puedan ser utilizados como argumento de campaña sin que nadie crea que hay accionar el freno de mano.
Si el jefe de Gabinete es culpable o inocente de lo que se lo acusa desde un medio de comunicación, que tampoco cree hay límites en su pelea con el poder, esto se transforma en una respuesta mediata ante el imperativo de denunciar que hoy se ha naturalizado como posible que un asesinato sea un argumento de campaña. La muerte puede ser considerada como base del debate a la altura del combate a la inflación, la inseguridad o la inversión educativa. Absoluta enajenación.
El oficialismo jugó a medir en encuestas. Fueron patéticas algunas corridas en los pasillos de casa de gobierno para saber cómo afectaba las chances de la continuidad del poder el triple crimen de la efedrina antes que poner claridad ente el hecho denunciado. Es cierto que esta administración tiene procesados al ex titular de la Sedronar Juan Granero y a varios funcionarios de la misma familia Zacarías por el ingreso ilegal de efedrina para, evidentemente, la producción de drogas exportables. Pero la soledad de suma y resta a la que se sometió a Aníbal Fernández, apenas enmascarada por alguna declaración pública de solidaridad, se contrapuso al comentario en voz baja de todos de quedar lo más despegados posibles del candidato a la provincia de Buenos Aires. Perón supo decir en los años 50 que sus seguidores parecía que se peleaban pero en realidad apuntaban a reproducirse. En el siglo XXI las internas se dirimen a los carpetazos narcos. Porque no caben dudas de que Elisa Carrió y Jorge Lanata contaron con una inestimable colaboración interna del PJ a la hora de asfaltar el camino de la denuncia.
La oposición, salvo contadas excepciones como Margarita Stolbizer y algún sector delasotista, no atinó a unirse en el reclamo conjunto de exigir explicaciones en la justicia (ése es el único escenario que la República manda) y chicaneó con historias mezquinas para ver si traficaba un par de votos para su coto.
En el otro extremo del peso político en la falta de escrúpulos en las herramientas de campaña se inscribe el paleozoico sistema que se utilizará hoy para votar. La provincia de Catamarca exhibirá boletas electorales de un metro veinte de largo con diez categorías para sufragar. Algunos centímetros menos en Chubut o en Buenos Aires, en donde se pretende hacer pasar como la letra chica de los contratos a candidatos a jueces comunales y consejeros escolares, y consagrar a vagos oficiales, bajo el rótulo de diputados a Parlasur. Evitemos los eufemismos: si hoy se eligen 43 parlamentarios que formalmente no tienen ocupación hasta dentro de un par de años, eso se llama consagrar a vagos oficiales solventados por las arcas públicas. Al menos se espera que haga efecto el imperativo moral de los electos que decidan donar sus dietas (varias decenas de miles de pesos) a comedores comunitarios u obras de verdadero bien.
La buena noticia es la continuidad institucional aceptada sin reparos. Hoy comienza el proceso de selección para elegir a quien sucederá a una presidente que cumplió su tope de años constitucionales para ejercer el poder ejecutivo y, sin dudas, para marcar el comienzo de un nuevo modo de pensar la política. Sea cual sea el resultado, el kirchnerismo no tendrá herederos directos ya que su modo de ejercer el poder ha sido personal (en todas las acepciones de la palabra) e intransferible. Sea Scioli, Macri, Massa o cualquiera del resto de los contendientes, el 10 de diciembre empezará otra parte de la historia.
La herencia. El mayor desafío que deberá asumir el nuevo presidente es atender a la calidad institucional de la Justicia. Las generalizaciones son injustas y funcionales para los que en todos estos años han intentado atropellar a los magistrados que cuestionaron la legalidad de los actos de gobierno. La renovación de la Corte Suprema de la mayoría automática de Carlos Menem y las propuestas de jueces como Carmen Argibay, Ricardo Lorenzetti o Elena Highton fueron los últimos gestos para transparentar el ejercicio jurisdiccional. Lo que vino luego fueron envases dialécticos para nombrar a jueces amigos. La “democratización judicial” fue la llegada de una facción política de funcionarios y magistrados que creen que el poder de las urnas es ilimitado y no hay división de poderes ni ley que merezca limitarlo. La “transparencia” invocada fue minar la representación popular institucionalizada en el ministerio público fiscal y de la defensa con obsecuentes (y en muchos casos rencorosos) dispuestos a no cuestionar al poder político. Y a no pensar que se trata de justificar a los viejos y conocidos jueces “de la servilleta” de Carlos Menem que supieron fallar a favor del gobierno de turno al comienzo y ponerse a investigarlo cuando el calendario electoral cambiase. Tampoco se pretende amparar una serie de privilegios aristocráticos como el no pago de impuestos ni la lentitud de la justicia. Nada de eso.
Pongamos un ejemplo gráfico: más del 40 por ciento de los votos que se emitan en el día de hoy se concentrarán en las urnas de la provincia de Buenos Aires. El juez que velará por la transparencia del caso es el doctor Laureano Durán, magistrado subrogante que rindió un examen de oposición quedando en el puesto 22 (dice veintidós) con sus méritos. ¿Antecedentes? Mero escribiente del Poder Judicial, sin haber desempeñado ni una suplencia impartiendo justicia. ¿Algo más? Claro: amigo del secretario de Justicia, Julián Alvarez, quien por supuesto lo votó en el Consejo de la Magistratura para que ocupe el cargo de juez.
Respecto de Durán no se han escuchado demasiadas voces de “Justicia legítima” que cuestionen que los 21 abogados que fueron más eficientes en el examen tenían más derecho a ser jueces, o que hay cientos de letrados con antecedentes en la profesión liberal y en la magistratura para ocupar el lugar. Desde ya que tampoco a los que vinieron a “transparentar” la función jurisdiccional no les resulta chocante que las subrogancias, mecanismos de excepción y extraordinarios para cubrir vacancias se hayan transformado en el modo regular de colonizar la justicia con amigos del poder.
Es Vilma Ibarra, la ex senadora y diputada nacional que acompañó al gobierno de Néstor Kirchner, la que describe en su recomendable libro “Cristina versus Cristina” (Editorial Sudamericana) con precisión y exhaustividad repasando en discursos, leyes, declaraciones y proyectos las contradicciones entre el decir y el hacer. “En la justicia se ve con claridad la vocación del «ir por todo» desde el lado de la concepción de una democracia sin instituciones”, dijo esta semana al presentar su trabajo. “Que hayan defendido antes a (Norberto) Oyarbide o ahora que sostengan a (Leandro) Durán es la ratificación de que a lo largo del tiempo siempre se pensó en el poder absoluto”, concluyó. Menuda camino a desandar para quien resulte electo en el proceso que comienza justo en el día de hoy.