Recuerdo que en una ambiciosa exposición que se llevó a cabo en el Museo del Prado titulada Goya. La imagen de la mujer, en la que se reunieron más de cien obras del genial aragonés reproduciendo figuras femeninas, los organizadores tuvieron que pasar el mal trago de no poder contar con dos piezas fundamentales que, como en el mundo del ajedrez, son llamadas "la blanca" y "la negra".
Ni el retrato de la duquesa de Alba vestida de blanco, que es propiedad de la Casa de Alba y se custodia en el Palacio de Liria de Madrid, ni la vestida de negro que pertenece a la Hispanic Society con sede en Nueva York, lograron obtenerse en préstamo para la ocasión.
No obstante, el hecho de que esa misma muestra, un mes después de su clausura en España mudara de continente y pudiera verse en la National Gallery de Washington, testimonia el sano criterio predominante —tanto en los países centrales, que monopolizan el gran arte de todos los tiempos, como en los periféricos—, de que las obras debieran salir de los museos y, por decirlo de alguna manera, "ir al encuentro de su público".
Este es el espíritu que parece haber inspirado un convenio suscripto por la Bolsa de Comercio de Rosario con la Secretaría Municipal de Cultura y nuestro Museo Juan B. Castagnino (que contó también con el aval de su Fundación), para que la primera de las instituciones pueda exhibir temporariamente en su Espacio de Arte algunas de las piezas más celebradas y emblemáticas del Museo.
A lo que se apunta, en este caso, es a rendir homenaje a catorce pintores rosarinos de primerísima línea, pero todos ellos representados con aportes de su etapa temprana, a tal punto de que la obra de Antonio Berni data de 1922 y las grandes xilografías sobre el tema de Juanito Laguna, que también integran el patrimonio del Castagnino, están fechadas casi cuatro décadas más tarde.
De lo que no cabe duda, sin embargo, es de que estas catorce pinturas con las que tuve el privilegio de convivir cuando dirigí el Museo, y que cronológicamente habría que ubicar alrededor del primer tercio del siglo XX, se inscriben en un momento histórico que, sin demasiada grandilocuencia, podría caracterizarse como una verdadera edad de oro en la producción pictórica de la ciudad.
Y si para organizar un recorrido imaginario por la exposición, arriesgamos una elemental división entre "paisajes y figuras", quizás eso nos sirva también para corroborar que, como no podía ser de otra manera, la singular poética de cada uno de los artistas le imprimió un enfoque inconfundiblemente personal al tema que decidió abordar.
Si en Tierra arada César Caggiano sueña un paisaje irreal, en que las formas flotan, desmaterializadas, como si fueran nubes, en Tarde de otoño Manuel Musto registra un terreno arbolado mucho más tangible, pero transfigurado por la infinita variedad de colores, luces, sombras y reflejos de la época otoñal.
En La inundación, en cambio, Gustavo Cochet opta por erigir al humilde paisaje suburbano en un alegato contra la marginalidad y la pobreza, en el que lo denso de la composición y la acentuada insignificancia de los personajes que asisten a la escena, constituyen toda una declaración de principios, en extremo elocuente.
Sin el ánimo de denuncia de Cochet, otros han preferido ser más plácidos o literales en la recreación de su entorno: Ambrosio Gatti, por ejemplo, en su Paisaje de 1946, apunta un espejo de agua nada adocenado, sino exquisitamente dulce y melancólico, Salvador Zaino capta una vista de la Plaza Belgrano, oscilando entre el rigor documental y la transmutación poética, y Carlos Uriarte resulta casi irreconocible en su Aduana Vieja, pintada con apenas diecinueve años, y donde solo el cielo intensamente azul o la energía con que fue aplicada la pincelada, dan indicios del camino que transitará el artista cuando alcance la plena madurez.
Capítulo aparte merecen el Claustro San Martín de Eugenio Fornells, con su acusada perspectiva, su elaborado estudio de la luz y su congelado clima conventual, pero más aún el paisaje rural Sin título que Antonio Berni fechara en 1922 (tres años antes del crucial viaje a Europa), y que si bien revela un inobjetable manejo del oficio, es más bien una curiosa reliquia, serena, discreta... y convencional.
En el único Autorretrato que ha sido incluido, Domingo Candia rinde tributo a su apostura juvenil —contaba por entonces menos de treinta años—, y escruta al contemplador con una mirada que pareciera atravesarlo, para terminar perdiéndose en la infinitud del espacio.
Las restantes serán imágenes femeninas, vestidas a la moda y con un inocultable aire de época: el Retrato de Esther Vidal de Luis Ouvrard, con su cándida capelina amarilla y sus obligadas medias de seda, Cora de Emilia Bertolé, envuelta en una mágica atmósfera que tiene luz propia, gracias a la destreza en el manejo de la técnica del pastel de su autora, y La niña de la rosa de Alfredo Guido (en la tapa del suplemento), romántica, frágil, exangüe, y sosteniendo su flor con dedos elegantemente sinuosos, como los de las mujeres de Ingres.
Por fin, el escultórico Desnudo de Julio Vanzo, como si hubiera sido amasado en terracota, acentúa la fantasmal ingravidez de Mi hermana de Augusto Schiavoni, donde la retratada posa vestida de fiesta y con un zorrito al cuello digno de un cómic, contra el fondo de un verde pajonal. Se trata de una obra deliciosamente inclasificable y absurda, en la que la incongruencia entre el gesto adusto de la protagonista, y el fondo, pareciera configurar una sátira sutilmente esbozada, sobre la estúpida vanidad de todas las convenciones que los hombres se empeñan en reverenciar.
Data
Muestra 133er Aniversario de la Bolsa de Comercio de Rosario
Homenaje a artistas rosarinos
Espacio de Arte de la Bolsa
Paraguay 755
Curador: Miguel Ballesteros