Si uno los ve, no parecen nada del otro mundo. Toman vino (mucho) y hablan pavadas como
cualquiera. Inclusive, más que cualquiera.
Pero si uno los escucha, descubrirá algo raro: hablan pavadas, pero nunca de dinero. Y si el
tema fueran las mujeres, como al descuido aparece la dulzura.
Los libros surgen siempre en sus diálogos. Los árboles. La política. El país. El fútbol,
poco. Y no es que no les guste. Sencillamente, hablan de otras cosas.
No parecen nada del otro mundo y no lo son. Tienen la extraña virtud, apenas, de hacer lo que
aman, aunque sea por un rato de sus vidas. Y de hacerlo por nada y para nada. Tal vez, hasta lo
hagan para nadie.
Uno los ve ahí, fumando como locos, sentados en cualquier bar. Se ríen, las copas van y
vienen, afuera late la noche. Ellos, igual, no miran sus relojes. Y alguno ni lleva reloj.
Pierden casi siempre. Pero cuando ganan, vale la pena. Porque lo que consiguen es para
compartir.
Uno los ve allí, juntos. Llevan largo rato en el mismo sitio. Cuando lleguen a casa sus hijos
estarán dormidos y su mujer, despierta. Con seguridad los va a retar. Sin embargo, ellos siguen
allí.
Hablan, aunque también pueden callar. No necesitan del sonido de su voz para sostenerse. A
ellos los sostiene una voz interior. Una vocecita que les dice: “Por aquí. Por aquí”. A
veces, la escuchan.
Si de pronto se enojan es porque les duele el mundo. La indiferencia les parece imposible.
Ellos saben que la indiferencia es la principal enemiga de la vida.
Y aunque el mundo no les dé importancia y ellos tampoco se la den a sí mismos, la tienen. El
mercado, en tanto, vende otra cosa.
Los poetas están solos en el bar y conversan. La ciudad, afuera, duerme. La luz entera
depende de ellos, de ellos dependen las palabras y el amor pero ellos siguen conversando,
simplemente.
Aunque antes, piden otra botella.